lunes, 5 de enero de 2009

¿Quién eres tú, lector querido?



La realidad es el Misterio. Tal es la mayor altura a la que puede llegar nuestra filosofía.


Nada me importa lo que ya sé; mucho me importa lo que aún ignoro, pero aquello que ignoraré por siempre me anonada, me subyuga. Nada más hondo pudo soñar Spencer que su Eterno Incognoscible. Nada más grato para el escogido que aquello que no verá nunca, ni aun con los sublimes ojos del espíritu.


Veo carne: anhelo misterio. Veo sombras: anhelo luces. Veo lo que no me interesa, pero lo que más amo es aquello que eternamente yacerá escondido.


El actor y el orador ven a su público; el general a sus huestes; el maestro a sus discípulos; el padre a sus hijos; pero yo a ti, lector, para quien escribo hace tiempo, jamás te conoceré. ¿Hay algo más sublime que trabajar para los desconocidos y por lo desconocido?


Surge la idea en la mente y en el papel la consigna la pluma, pero ¿dónde va, qué hará ella, quiénes la recogerán y en que obra habrán de emplearla luego? ¿Será en su ser y en sus manos, veneno o bálsamo, virtud o crimen, verdad o mentira, maldición o fruto bendito?...


El bien y el mal no están en nuestros actos, sino en nuestro pensamiento, por el que habremos de ser juzgados. Más mata la lengua que el puñal; más que la lengua, mata a mansalva la pluma.


Merced a ella nos habla la historia toda. Por ella nos hacemos conscientes y libres. Por ella son eternos los pensamientos. La idea es el Verbo que toma carne mediante la pluma.


Por eso siento miedo cuando escribo.


Si toda profesión es sacerdocio o es comercio, según la ejerzamos, para altruísmo o para egoísmo, sacerdocio augusto debiera ser el de la pluma. Pluma vendida es pluma maldita. Sus daños son mayores que los de la peste o de la tisis.


¿Quién se molestará en leer lo que uno escribe? Quien menos se piense; aquél para el que acaso no se hubiera querido escribir.


Unos nos leen por encima y de prisa, otros nos leen con cariño. Quien nos lee, quizá, más de una vez; quien nos lee muchas y no nos entiende, quien hasta nos calumnia y nos mancha con su lectura.


Nuestro amigo no es el que nos lee, sino el que nos medita, a condición de que pongamos una parte leal de nuestra alma en lo que escribimos. Una lectura hermosa, meditada, es un diálogo mudo entre dos almas que se confunden en una.


De aquí que tenga algo de sagrado el lazo del escritor con su público. Una especie de paternidad trascendente contra la que son ineficaces los siglos.


Lo más excelso del Universo es lo invisible: el átomo; el éter, vehículo de la fuerza física; el sentimiento; la idea, fuerza hiperfísica -los seres que fueron, las cosas que ya no existen, lo ignoto, lo nonnato, lo numénico, lo que a las esencias anima y vivifica.


En nuestra niñez todos los garrapatos son figuras; todos los ruidos, misterios; todas las cosas, símbolos incomprensibles. En nuestras juventudes, lo más hondo de nuestros amores se cifra en un ideal inasequible creado por nuestra deliciosa fantasía. En nuestra vejez vivimos la vida de nuestros recuerdos, que es vida de cuanto de vista perdimos. Siempre y por siempre lo invisible.


Frente al teléfono, ¿no habéis anhelado alguna vez el contemplar la cara de esa telefonista, a quien jamás se ve y siempre se oye? Frente a la fama vocinglera, ¿no habéis ansiado conocer al que la monopoliza? Frente a lo prohibido, ¿no habéis sentido más de una vez esa dulcedumbre sabrosa que asignase el poeta a la fruta del cercado ajeno? Frente al futuro y su misterio, ¿no sentís que tanto más os intriga, cuanto más tenga de problemático o desconocido?


Devoradora sed, ansia infinita de lo que no vemos espolea siempre nuestros deseos; pero, ¿hay algo más terrible que la peligrosa picota literaria, donde todos nos ven y cada cual, por cierto, a su manera?


Ideas buenas tiene toda mente honrada cuya publicidad teme, sin embargo, más que a disparar un arma en poblado o soltar una fiera entre chiquillos. Todos los venenos de Borgias y Médicis son nada ante el alcaloide letal que puede destilar de una pluma sincera. Ideas hay -las más excelsas- que no bien se lanzan cuando ya están mancilladas con el cieno de los malos entendedores.


Por eso no hay público más temible que el de esos lectores a quien el escritor no llegará a conocer nunca.


Quisiera escribir en una lengua ignota cuya clave sólo los buenos poseyesen, no esotros pobretes que saben más para ser más perversos, olvidando que virtud y ciencia son esencialmente una cosa misma.


Quisiera hablar un lenguaje donde no existiesen sinónimos atenuadores o agravadores de la idea en su virginidad pristina e incorruptible.


Quisiera no despertar ideas, sino intuiciones, que son ideas de ideas quintaesenciadas.


Quisiera, en fin, no hacer párrafos, sino música, esa música o verso sin igual que a las epopeyas agiganta, desde el Mahabharata al Fausto, porque hay muchos lenguajes en prosa; pero en música, color y número, no hay más que uno.


Y si compositor musical fuese, dejaría aquí la pluma para hacer una balada, una romanza sin palabras, a lo Mendelsshon, entre mi lector y yo, al modo de aquella que en el "Triunfo de la Muerte", de D'Annunzio, entonan en su soledad de iniciados Demetrio y Jorge Aurispa, el tío y el sobrino, antes de que aquél forzase los umbrales de lo eterno, y sobre el tema inevitable de


"¿Quién eres tú, lector querido?"




Mario Roso de Luna