lunes, 29 de diciembre de 2008

El enemigo


Verlaine le llamó Monsieur Prud'homme; Rémy de Gourmont, Celui qui ne comprend pas; Baudelaire simplemente burgués; Unamuno, bárbaro. Se le ha denominado también: microcáfalos, cretino, filisteo...

Es un personaje sesudo y aplomado, por lo general, que ha desarrollado de un modo imponente el sentido común, mediante la atrofia del entendimiento y la sensibilidad; tiene la mentalidad estrictamente dosificada; subordina tácitamente su vida espiritual al perfecto equilibrio de sus funciones gástricas, y profesa un verdadero pánico a la neurastenia.

Sus ideas son conservadoras, aun cuando milite en partidos avanzados; es ecléctico por inclinación natural, y acepta sin discutirlas todas las ortodoxias, por la sola autoridad de la comunis opinio; ama el orden y la seguridad interior de los Estados, porque otra cosa perturbaría su digestión; es firme sostén de los hechos consumados, de los intereses adquiridos. Sólo da importancia a las cosas prácticas, de inmediata aplicación y utilidad reconocida; lo demás son para él pasatiempos que no deben ser nunca exagerados ni extravagantes.

Este interesante personaje es, según los casos, estadista, magistrado, académico, ingeniero, catedrático, rentista.

A primera vista parece completamente inofensivo; pero pensad bien en lo que ha hecho: él arrojó al fuego los libros de Don Quijote, sostuvo que el Greco estaba loco, dejó morir a Verlaine en un hospital, se burló de Oscar Wilde, silbó a Wagner, dictó un libro a Max Nordau, despreció a Dante Gabriel Rosetti, injurió a Ruskin y ahogó el movimiento decadentista.

Una mujer, Rachilde, de espíritu sediento de idealidad, que fue satánica por rebeldía ha escrito: "Son necesarios, ésos, los convencidos de nacimiento, para que se enmiende o reviente la Bestia Burguesa, cuya grasa rezumante concluye por untarnos a todos".

"Obra de odio y obra de amor deben unirse delante del enemigo maldito: la humanidad indiferente".

Y esta es verdad nunca desmentida, porque hoy como nunca, la estirpe, siempre numerosa del Cura y del Barbero, se ha multiplicado en una proporción arrolladora, y, dotada de la tenacidad del asno, amenaza invadir y acaparar toda la vida moderna...



Vicente Risco

jueves, 25 de diciembre de 2008

El escritor


¿Dónde está, en nuestra rigurosa actualidad, el escritor? Cada vez que evocamos a uno de los "de antes", cada vez que se nos muere algún superviviente del anteayer heroico y hermoso, vamos comprendiendo que nos estamos quedando solos.
La sociedad del joven escritor, sus ambiciones, su función, su juego, su tarea van cambiando radicalmente. Yo no me meto a decir si aquello era mejor que esto o al contrario. Estas son simples apreciaciones de simpatías y diferencias escritas por un hombre de edad intermedia: nada joven y todavía no del todo viejo. (Podría ser perfectamente el padre de los jóvenes que ya se han abierto paso y el hijo de muchos que dan pasos todavía).
¿Dónde está en nuestros días, el puro y solo escritor? Nace ahora la nueva generación -y aun la penúltima- con una desconfianza tal en la literatura como fin que se resiente su tarea al ser empleada sólo como medio. O bien el joven escritor se asegura el poder vivir de otra cosa, procurándose empleos e ingresos aliterarios, o bien realiza una literatura que pueda aplicarse rápidamente al cine, o a la radio, a la televisión, a las carreritas políticas, a los infinitos premios para los que prepara "original de premio". Todo dentro de una ordenada tarea estudiada, con mayor o peor fortuna, como una bien meditada partida de ajedrez. El ambiente literario que nos rodea tiene más que ver con lo matemático, como propósito, que con lo poético, como insobornable vocación.
Ser escritor, hasta hace poco, no era un problema de escribir bien o mal, sino que era toda una inclinación del alma, toda una diferencia social y aun casi una predisposición física. El escritor no era una "clase", sino una raza. El escritor vivía para la literatura y apenas existía de la literatura. El escritor comenzaba por ser criatura literaria, una criatura que admitía el sacrificio como costumbre, las privaciones como algo lógico, como parte de una mística y una razón que no pretendía consolarse con razones. Y en todas aquellas tristezas había una alegría honrada y salvaje, casi cósmica. (Recuerdo que Gabriel Miró, que vivió pobremente siempre, me explicaba que, para él, escribir era un goce tal que juzgaba monstruoso que, además, la literatura le diera dinero. Valle-Inclán miraba por encima del hombro a millonarios y a duques, y de ninguna manera se hubiera cambiado ni por el Rey de España. Antonio Machado se consideraba millonario sólo porque Dios le abriera cada día los ojos a la melancolía. A Baroja todo en la vida le importaba un pimiento. Si a Marañón, en vez de darle dinero sus libros no se lo hubieran dado, habría pagado sus ediciones con lo que le dejaba su consulta de médico ilustre y famoso. Unamuno -bastante cauto con el dinero- vivió como un monje, no distrayendo en ningún otro plano su tarea por el pensamiento. Creo que, en este sentido, el ejemplar humano que más representativamente nos queda en pie sea Ramón Pérez de Ayala.)
El escritor no intentaba, por seguir esa mística, una deshumanización. Bebía, viajaba, tenía enredos, se quemaba a diario, pensaba mucho en la Gloria -ni siquiera en la fama- y muy poco en el dinero. El escritor era desprendido de su persona humana. Vivía impecune de día y de noche. Se formaba a la sombra de impecunes maestros y no necesitaba dar dinero o convidar a los discípulos. Su ambición de pecunias o su afán de un mando o marco aliterario le tenían sin cuidado. Su mundo, en suma, no era de este mundo, ni su moral -más rígida de lo que algunos suponen, confundiendo el tuétano con la circunstancia- tenía que ver con la convencional moral -casi siempre inmoral- al uso o abuso de cualquiera.
Así se dieron individualidades gigantescas cuya sustitución hoy no se barrunta. Junto a estas individualidades gigantescas, que contemporáneamente empiezan, tal vez, con Galdós, existían también muchos escritores burros cuya materia humana no era, sin embargo, muy diferente. (Una cosa es la intención y otra es el logro.)
Se observa hoy, en líneas generales, un mejor nivel de preparación y cultura, o, al menos, un nivel de simulación más perfeccionado. No hay ni burros ni cuasi genios. Sino una mediocridad amable y potable que no da ni frío ni calor, que no es ni carne ni pescado. Esto yo creo que es hijo de la prudencia, de la cuquería, de ambiciones que caen fuera de lo vitalmente literario. Aquí se aprende antes a guardar la ropa que a nadar. Navegar a la deriva del viento mágico que sople creo que no le interesa a nadie. (Aquello que León Felipe expresó en una poesía: "Ya vendrá un viento fuerte que me lleve a mi sitio".)
Los jóvenes saben que soy su amigo. Y muchas veces su aprendiz. Saben cómo estoy lleno de curiosidad, de respeto y de amor por ellos. No hay, pues, en estas líneas censura especial, sino general lamentación. Me parece a mí que el joven escritor quiere saber demasiado adónde va, que tiene más deseo de acomodo que ganas de luchar consigo mismo. Que no ve claro la ventura en la aventura. Que quiere ganar palmos sin arriesgar dedos. En suma, que humanamente es muy poco escritor, aunque pueda escribir como los ángeles.
Tal vez el joven escritor obedezca a una rebeldía general de la juventud que, en cambio, ha renunciado a las esencias rebeldes. El joven actual necesita dinero quizá porque no se ha parado a pensar que hay muchas distracciones que no requieren ser compradas con el dinero amargamente ganado vendiéndose a otras.
Todo es desasosegada granjería en derredor. Cucaña. Desprecio por los caminos reales y mitomanía de los atajos. Prisa. Prisa como si fueran a morirse. Prisa por "estar" antes de "ser". Esa prisa que nosotros no conocimos nunca, porque nuestro juego era otro y estaba en la alegría de andar y en el horror de llegar.
No tiene ganas de llegar quien parte de algo que no está sujeto al tiempo. La prisa es para aquel que supone que parte de la pura nada y para quien todo va a significar ganancia.
Nosotros salíamos ya ganados. No desganados.
César González Ruano

Libros malos


El libro debe pedir pluma, tinta y escritorio; pero generalmente son la pluma, la tinta y el escritorio los que piden el libro. Por eso los libros de hoy son tan poco valiosos.


Friedrich Nietzsche

El escritor mediocre


Es (por decirlo de una manera figurada) como si un autor cometiera un error al escribir y como si ese lapsus cobrara conciencia de sí mismo. Quizá no fuera un lapsus sino, en un sentido mucho más elevado, una parte esencial de la exposición entera. Es, pues, como si ese lapsus se rebelara contra el autor, de puro odio contra él, le impidiera corregirlo y dijera: "No, no quiero ser borrado, quedaré como testigo contra ti, como testigo de que eres un escritor muy mediocre".


Sören Kierkegaard

Las obras maestras de la Literatura


Tenía necesidad, para determinados fines propios, de conocer lo que los profesores de los colleges llaman las "obras maestras de la Literatura". Ordené a un bibliotecario graduado, que me garantizaron como de gran eficiencia, que preparase una lista muy restringida de ellas y me las procurase en las mejores ediciones. Apenas cayeron en mis manos estos tesoros, no permití a nadie entrar a verme y no me levanté de la cama.

En seguida me quedé asombrado y me pareció increíble que tales humburgs fueran, de verdad, los productos de primera calidad del espítiru humano. Aquello que no comprendía me parecía inútil; lo que comprendía no me divertía o me molestaba. Género absurdo, aburrido; a veces, insignificante o nauseabundo. Relatos que si eran verídicos me parecían inverosímiles, y si eran inventados me parecían insulsos. Escribí a un célebre profesor de la Universidad de W... preguntándole si aquella lista estaba en realidad bien hecha. Me respondió que sí y me tuve que resignar. Tuve el valor de leerme todos aquellos libros, todos menos tres o cuatro que me fué imposible soportar desde las primeras páginas.

Pandillas de hombres, llamados héroes, que se despanzurraban durante diez años seguidos bajo las murallas de una pequeña ciudad, por culpa de una vieja seducida; el viaje de un vivo a través del infernal embudo de los muertos, como pretexto para hablar mal de los muertos y de los vivos; un loco flaco y un loco gordo que van por el mundo en busca de palizas; un guerrero que pierde la razón por una mujer y se divierte desarraigando las encinas de los bosques; un bellaco cuyo padre ha sido asesinado y que, para vengarle, mata a una muchacha que le ama y a otros varios personajes; un diablo cojo que levanta los tejados de todas las casas para exhibir sus vergüenzas; las aventuras de un hombre de mediana estatura que hace el gigante entre los pigmeos y el enano entre los gigantes, inoportuno y ridículo siempre; la odisea de un idiota que a través de una serie de bufas aventuras sostiene que este mundo es el mejor de los mundos posibles; las peripecias de un profesor demoníaco ayudado por un demonio profesional; la pesada historia de una adúltera provinciana que se aburre y, por fin, se envenena; las salidas locuaces e incomprensibles de un profeta acompañado por un águila y una serpiente; un joven pobre y febril que asesina a una vieja y, luego, el imbécil ni siquiera sabe aprovecharse de la coartada y acaba cayendo en manos de la policía.

Me pareció comprender, con mi cabeza virgen, que la tan ensalzada literatura se halla apenas en la edad de piedra, lo que me dejó desesperadamente desilusionado. Escribí a un especialista en poesía, el cual intentó confundirme diciéndome que aquellas obras eran valiosas por el estilo, la forma, el lenguaje, las imágenes y los pensamientos, y que un espíritu cultivado podía obtener de ellas grandes satisfacciones. Le respondí que, para mí, obligado como estaba a leer casi todos aquellos libros en traducciones, la forma importaba poco, y que el contenido me parecía, como así es, anticuado, insensato, estúpido y extravagante. Gasté cien dólares en esta consulta, sin fruto alguno.

Por fortuna, conocí más tarde a algunos escritores jóvenes que confirmaron mi juicio sobre aquellas viejas obras y me hicieron leer sus propios libros, donde encontré, aun en medio de muchas nebulosas, un alimento más adecuado a mis gustos. Me ha quedado, sin embargo, la duda de que la literatura pueda ser capaz de perfeccionamientos decisivos: es muy probable que nadie, dentro de un siglo, se dedique a una industria tan atrasada y tan poco remuneradora.


Giovanni Papini "Gog"

martes, 23 de diciembre de 2008

Mi vida como artista


Mi vida, al menos como artista, puede proyectarse exactamente igual que la gráfica de la temperatura: las altas y las bajas, los ciclos claramente definidos.

Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyese. Pero el caso era que sólo me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar claqué y hacer dibujos. Entonces, un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.

Pero, por supuesto, yo no lo sabía. Escribí relatos de aventuras, novelas de crímenes, comedias satíricas, cuentos que me habían referido antiguos esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y entonces cayó el látigo!

Así como algunos jóvenes practican el piano o el violín cuatro o cinco horas diarias, igual me ejercitaba yo con mis plumas y papeles. Sin embargo, nunca hablé con nadie de lo que escribía; si alguien me preguntaba lo que tramaba durante todas aquellas horas, yo le contestaba que hacía los deberes. En realidad, jamás hice los ejercicios del colegio. Mis tareas literarias me tenían completamente ocupado: el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza; las diabólicas complejidades de construir los párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo. Por no mencionar el plan general de conjunto, el amplio y exigente arco que va del comienzo al medio y al fin. Hay que aprender tanto, y de tantas fuentes: no sólo de los libros, sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación de todos los días.

De hecho, los escritos más interesantes que realicé en aquella época consistieron en sencillas observaciones cotididianas que anotaba en mi diario. Extensas transcripciones al pie de la letra de conversaciones que acertaba a oír con disimulo. Descripciones de algún vecino. Habladurías del barrio. Una suerte de reportaje, un estilo de "ver" y "oír" que más tarde ejercería verdadera influencia en mí, aunque entonces no fuera consciente de ello, porque todos mis escritos "serios", los textos que pulía y mecanografiaba escrupulosamente, eran más o menos novelescos.

A los diecisiete años, ya era un escritor consumado. Si hubiese sido pianista, habría llegado el momento de mi primer concierto público. En mi caso, decidí que me encontraba dispuesto a publicar. Envié cuentos a las principales publicaciones literarias, así como a las revistas nacionales que en aquellos días publicaban lo mejor de la llamada ficción "de calidad" -Story, The New Yorker, Harper's Bazaar, Mademoiselle, Harper's, Atlantic Monthly-, en ellas aparecieron puntualmente mis relatos.

Más tarde, en 1948, publiqué una novela: Otras voces, otros ámbitos. Bien recibida por la crítica, fue un éxito de ventas y, asimismo, debido a una insólita fotografía del autor en la sobrecubierta, significó el inicio de cierta notoriedad que no ha disminuido a lo largo de todos estos años. En efecto, mucha gente atribuyó el éxito comercial de la novela a aquella fotografía. Otros la despacharon como un acierto casual: "Es sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien". ¿Sorprendente? ¡Sólo había estado escribiendo día tras día durante catorce años! No obstante, la novela fue un satisfactorio remate al primer ciclo de mi formación.

Una novela corta, Desayuno en Tiffany's, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante los diez años anteriores, experimenté en casi todos los campos de la literatura tratando de dominar un repertorio de fórmulas y de alcanzar un virtuosismo técnico tan firme y flexible como la red de un pescador. Desde luego, fracasé en algunos de los campos explorados, pero es cierto que se aprende más de un fracaso que de un triunfo. Sé que aprendí, y más tarde pude aplicar los nuevos conocimientos con gran provecho. En cualquier caso, durante aquélla década de investigación escribí colecciones de relatos breves (Un árbol de noche, Un recuerdo navideño), ensayos y descripciones (Color local, Observaciones, la obra contenida en Los perros ladran), comedias (El arpa de hierba, Una casa de flores), guiones cinematográficos (La burla del diablo, Suspense), y gran cantidad de reportajes objetivos, la mayor parte para The New Yorker.

En realidad, desde el punto de vista de mi destino creativo, la obra más interesante que produje durante toda esa segunda fase apareció primero en The New Yorker, en una serie de artículos y, a continuación, en un libro titulado Se oyen las musas. Trataba del primer intercambio cultural entre la URSS y los EEUU.: un recorrido por Rusia llevado a cabo en 1955 por una compañía de negros norteamericanos que representaba Porgy and Bess. Concebí toda la aventura como una breve "novela real" cómica: la primera.

Unos años antes, Lillian Ross había publicado Picture, crónica de un rodaje de una película, La roja insignia del valor, con sus cortes rápidos, sus saltos hacia adelante y hacia atrás, el libro también tenía una estructura cinematográfica y, al leerlo, me pregunté qué habría pasado si la autora hubiese prescindido de su rígida disciplina lineal al reflejar los hechos de modo estricto y hubiera manejado los elementos del relato como si fuesen novelescos: ¿habría mejorado o empobrecido la obra? Decidí que, si se presentaba el tema apropiado, me gustaría intentarlo: Porgy and Bess y Rusia en lo más crudo del invierno parecía el tema adecuado.

Se oyen las musas recibió excelentes críticas; incluso fuentes por lo general poco amistosas hacia mí se inclinaron a alabarlo. Sin embargo, no llamó especialmente la atención y las ventas fueron moderadas. Con todo, aquel libro fue un acontecimiento importante para mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podía haber encontrado justamente una solución para lo que siempre había sido mi mayor problema creativo.

Durante varios años me sentí cada vez más atraído hacia el periodismo como forma artística propiamente dicha. Tenía dos razones. En primer lugar, no me parecía que hubiese ocurrido algo verdaderamente innovador en la prosa, en la literatura en general, desde la década de 1920; en segundo lugar, el periodismo como arte era un campo casi virgen, por la sencilla razón de que muy pocos literatos han escrito alguna vez periodismo narrativo, y cuando lo han hecho, ha cobrado la forma de ensayos de viaje o de autobiografías. Se oyen las musas me situó en una línea de pensamiento enteramente distinta: quería realizar una novela periodística, algo a gran escala, que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la prosa, y la precisión de la poesía.

No fue hasta 1959 cuando algún misterioso instinto me orientó hacia el tema -un oscuro caso de asesinato en una apartada zona de Kansas-, y en 1966 pude publicar el resultado, A sangre fría.

En un cuento de Henry James, creo que The Middle Years, el protagonista, un escritor en la penumbra de la madurez, se lamenta: "Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, el resto es la demencia del arte". O palabras parecidas. En cualquier caso, el señor James da en el blanco; nos dice la verdad. Y la parte más negra de las sombras, la zona más demencial de la locura, es el riguroso juego que conlleva. Los escritores, cuando menos aquellos que corren auténticos riesgos, que están dispuestos a jugarse el todo por el todo y llegar hasta el final, tienen mucho en común con otra casta de hombres solitarios: los individuos que se ganan la vida jugando al billar y dando cartas. Mucha gente pensó que yo estaba loco por pasarme seis años vagando a través de las llanuras de Kansas; otros rechazaron de plano mi concepción de la "novela real", declarándola indigna de un escritor "serio"; Norman Mailer la definió como un "fracaso de la imaginación", queriendo decir, supongo, que una novela debería inspirarse en lo imaginario y no en lo real.

Sí, fue como jugarse el resto al póquer; durante seis exasperantes años estuve sin saber si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y crudos inviernos, pero seguí dando cartas, jugando mi mano lo mejor que sabía. Luego resultó que tenía un libro. Varios críticos se quejaron de que "novela real" era un término para llamar la atención, un truco publicitario, y de que en mi obra no había nada nuevo ni original. Pero hubo otros que pensaron de modo diferente, otros escritores que comprendieron el valor de mi experimento y en seguida se dedicaron a emplearlo personalmente; y nadie con mayor rapidez que Norman Mailer, quién ganó un montón de dinero y de premios escribiendo "novelas reales" (Los ejércitos de la noche, De un fuego en la luna, La canción del verdugo), aunque siempre ha tenido cuidado de no describirlas como "novelas reales". No importa; es un buen escritor y un tipo estupendo, y me resulta grato el haberle prestado algún pequeño servicio.

La línea en zigzag que traza mi fama como escritor ha alcanzado una cota satisfactoria, y ahí la dejo antes de pasar al cuarto, y espero que último, ciclo. Durante cuatro años, más o menos de 1968 a 1972, pasé la mayor parte del tiempo leyendo y seleccionando, reescribiendo, catalogando mis propias cartas y las cartas de otras personas, mis diarios y cuadernos de notas (que contienen narraciones detalladas de centenares de situaciones y conversaciones) de los años 1943 a 1965. Tenía intención de emplear gran parte de esos textos en una obra que proyectaba desde hacía tiempo: una varianteCursiva de la novela real. Plegarias atendidas es una cita de Santa Teresa, quien dijo: "Se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por las no atendidas". En 1972 empecé a trabajar en ese libro escribiendo en primer lugar el último capítulo (siempre es bueno saber adónde va uno). Después, escribí el primer capítulo, "Monstruos perfectos". Luego, el quinto, "A Severe Insulte for the Brain". A continuación, el séptimo, "La Côte Basque". Seguí de esa manera, escribiendo diferentes capítulos con el orden cambiado. Sólo podía hacerlo porque la trama o, mejor dicho, las tramas eran reales, así como todos los personajes: no era difícil tenerlo todo en la cabeza, porque yo no había inventado nada. Y, sin embargo, Plegarias atendidas no está pensada como un roman à clef ordinario, una narración donde la realidad está disfrazada de novela. Mi propósito es lo contrario: eliminar disfraces, no fabricarlos.

En 1975 y 1976, publiqué cuatro capítulos de ese libro en la revista Esquire. Provocaron la ira de ciertos círculos, donde pensaron que yo estaba traicionando confianzas, abusando de amigos y/o enemigos. No tengo intención de discutirlo; ese tema se refiere a la política social, no al mérito artístico. Tan sólo diré que lo único que un escritor debe trabajar es la documentación que ha recogido como resultado de su propio esfuerzo y observación, y no puede negársele el derecho a emplearla. Se puede condenar, pero no negar.

No obstante, dejé de trabajar en Plegarias atendidas en septiembre de 1977, hecho que no tiene nada que ver con ninguna reacción pública a las partes ya publicadas del libro. La interrupción ocurrió porque yo me encontraba ante un montón de pCursivaroblemas: sufría una crisis creativa y, a la vez, personal. Como la última no tenía rCursivaelación, o muy poca, con la primera, sóCursivalo es necesario aludir al caos creativo.

Ahora, a pesar de que fue un tormento, me alegro de que ocurriese; en el fondo, modificó enteramente mi concepción de la escritura, mi actitud hacia el arte y la vida y el equilibrio entre ambas cosas, y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo que es realmente cierto.

Para empezar, creo que la mayoría de escritores, incluso los mejores, son recargados. Yo prefiero aligerar, la noción sencilla, clara, como un arroyo del campo. Pero noté que mi escritura se estaba volviendo demasiado densa, que utilizaba tres páginas para llegar a resultados que debería alcanzar en un simple párrafo. Una y otra vez leí todo lo que había escrito de Plegarias atendidas, y empecé a tener dudas: no acerca del contenido, ni de mi enfoque, sino sobre la organización del propio texto. Volví a leer A sangre fría y tuve la misma impresión: había demasiados momentos en los que no escribía tan bien como podía hacerlo, en los que no descargaba todo el potencial. Con lentitud, pero con alarma creciente, leí cada palabra que había publicado, y decidí que nunca, ni una sola vez en mi vida de escritor, había explotado por completo toda la energía y todos los atractivos estéticos que encerraban los elementos del texto. Aun cuando era bueno, vi que jamás trabajaba con más de la mitad, a veces sólo con un tercio, de las facultades que tenía a mi disposición. ¿Por qué?

La respuesta, que se me reveló tras meses de meditación, era sencilla, pero no muy satisfactoria. En verdad, no hizo nada para disminuir mi depresión; de hecho, la aumentó. Porque la respuesta creaba un problema en apariencia insoluble, y si no podía resolverlo, más valdría que dejase de escribir. El problema era: ¿cómo puede un escritor combinar con éxito en una sola estructura -digamos el relato breve- todo lo que sabe acerca de todas las demás fórmulas literarias? Pues ésa era la razón por la que mi trabajo a menudo resultaba insuficientemente iluminado; no faltaba voltaje, pero al adecuarme a los procedimientos de la forma en que trabajaba, no utilizaba todo lo que sabía acerca de la escritura: todo lo que había aprendido de guiones cinematográficos, comedias, reportaje, poesía, relato breve, novela corta, novela. Un escritor debería tener todos sus colores y capacidades disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para aplicarlos simultáneamente. Pero ¿cómo?

Volví a Plegarias atendidas. Eliminé un capítulo y volví a escribir otros dos. Una mejora; sin duda, una mejora. Pero lo cierto era que debía volver al parvulario. ¡Ya andaba metido otra vez en uno de esos desagradables juegos! Pero me animé; sentí que un sol invisible brillaba sobre mí. No obstante, mis primeros experimentos fueron torpes. Me encontraba realmente como un niño con una caja de lápices de colores.

Desde un punto de vista técnico, la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue permanecer completamente al margen de la narración. Por lo común, el periodista tiene que emplearse a sí mismo como personaje, como observador y testigo presencial, con el fin de mantener la credibilidad. Pero creí que, para el tono aparentemente distanciado de aquel libro, el autor debería estar ausente. Efectivamente, en todo el reportaje intenté mantenerme tan encubierto como me fue posible.

Ahora, sin embargo, me situé a mí mismo en el centro de la escena, y de un modo estricto y sobrio, reconstruí coversaciones triviales con personas corrientes: el conserje de mi casa, un masajista del gimnasio, un antiguo amigo del colegio, el dentista. Tras escribir centenares de páginas sobre esas cosas tan simples, terminé por desarrollar un estilo. Había encontrado una estructura dentro de la cual podía integrar todo lo que sabía acerca del escribir.

Más tarde, utilizando una versión modificada de ese procedimiento, escribí una novela real corta (Ataúdes tallados a mano) y una serie de relatos breves. El resultado es el volumen Música para camaleones.

¿Y cómo afectó todo esto a mi otro trabajo en marcha, Plegarias atendidas? De forma muy considerable. Entretanto, aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego, con el látigo que Dios me dio.



Truman Capote

lunes, 22 de diciembre de 2008

El escritor honrado


Lo sé -decía el escritor honrado-. He escrito la mitad de lo que quería escribir y publicado el doble de lo que debí publicar.


Marco Denevi

Sorpresas del tribunal de Dios



Una niña roba cerezas. Pasa toda su larga vida redimiendo esta falta mediante plegarias. La devota muere. Dios: has sido elegida porque robaste cerezas.




Jean Cocteau

miércoles, 17 de diciembre de 2008

El escritor original


El escritor original no es aquél que no imita a nadie, sino aquél al que nadie es capaz de imitar.


René de Chateaubriend

Escucho con mis ojos a los muertos


Retirado en la paz de estos desiertos,

con pocos, pero doctos libros juntos,

vivo en conversación con los difuntos,

y escucho con mis ojos a los muertos.


Si no siempre entendidos, siempre abiertos,

o enmiendan, o fecundan mis asuntos;

y en músicos callados contrapuntos

al sueño de la vida hablan despiertos.


Las grandes almas que la muerte ausenta,

de injurias de los años vengadora,

libra, ¡oh gran don Joseph!, docta la imprenta.


En fuga irrevocable huye la hora;

pero aquella el mejor cálculo cuenta,

que en la lección y estudios nos mejora.


Francisco de Quevedo

martes, 9 de diciembre de 2008

Introducción sinfónica


Los extravagantes hijos de mi fantasía, duermen por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, esperando en el silencio que el Arte los vista de la palabra, para poderse presentar decentes en la escena del mundo.
Fecunda, como el lecho de amor de la Miseria, y parecida a esos padres que engendran más hijos de los que pueden alimentar, mi Musa concibe y pare en el misterioso santuario de la cabeza, poblándolo de creaciones sin número, a las cuales ni mi actividad ni todos los años que me restan de vida serían suficientes a dar forma.
Y aquí, dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión, los siento a veces agitarse y vivir con una vida obscura y extraña, semejante a la de esas miríadas de gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación, dentro de las entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie y convertirse, al beso del sol, en flores y frutos.
Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que deja un sueño de la medianoche, que a la mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en terrible, aunque silencioso tumulto, buscan en tropel por dónde salir a la luz de las tinieblas en que viven. Pero¡ay!, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo, que sólo puede salvar la palabra, y la palabra, tímida y perezosa, se niega a secundar sus esfuerzos. Mudos, sombríos e impotentes, después de la inútil lucha vuelven a caer en los surcos de las sendas, si cae el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino.
Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación explican algunas de mis fiebres; ellas son la causa, desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí, paseando por entre la indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término, y a éstas hay que ponerles punto.
El Insomnio y la Fantasía siguen procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia, disputándose los átomos de la memoria como el escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir paso a las aguas más profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un manantial vivo.
¡Andad, pues; andad y vivid con la única vida que puedo daros! Mi inteligencia os nutrirá lo suficiente para que seáis palpables. Os vestirá aunque sea de harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para cada uno de vosotros una maravillosa estrofa tejida de frases exquisitas, en la que os pudierais envolver con orgullo, como en un manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros, como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. ¡Mas es imposible!
No obstante, necesito descansar; necesito, del mismo modo que se sangra el cuerpo por cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico empuje, desahogar el cuerpo, insuficiente a contener tantos absurdos.
Quedad, pues consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el paso de un desconocido cometa; como los átomos dispersos de un mundo en embrión que aventa por el aire la muerte antes que su Creador haya podido pronunciar el Fiat Lux que separa la claridad de las sombras.
No quiero que en mis noches sin sueño volvaís a pasar por delante de mis ojos, en extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque a la vida de la realidad, del limbo en que vivís semejantes a fantasmas sin consistencia. No quiero que al romperse esta arpa vieja y cascada ya se pierdan, a la vez que el instrumento, las ignoradas notas que contenía. Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una vez vacío, apartar los ojos de este mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido común, que es la barrera de los sueños, comienza a flaquear, y las gentes de diversos campos se mezclan y se confunden. Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido; mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales; mi memoria clasifica revueltos nombres y fechas de mujeres y días que no han existido sino en mi mente. Preciso es acabar arrojandos de la cabeza de una vez para siempre.
Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la Muerte, sin que vengáis a ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo, a cuyo contacto fuisteis y quedad en él como el eco que encontraron en un alma que pasó por la tierra sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.
Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje; de una hora a otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un saltimbanqui, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.


Gustavo Adolfo Bécquer

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Informe del Cielo y del Infierno


A ejemplo de las grandes casas de remate, el Cielo y el Infierno contienen en sus galerías hacinamientos de objetos que no asombrarán a nadie, porque son los que habitualmente hay en las casas del mundo. Pero no es bastante claro hablar sólo de objetos: en esas galerías también hay ciudades, pueblos, jardines, montañas, valles, soles, lunas, vientos, mares, estrellas, reflejos, temperaturas, sabores, perfumes, sonidos, pues toda suerte de sensaciones y de espectáculos nos depara la eternidad.
Si el viento ruge, para ti, como un tigre y la paloma angelical tiene, al mirar, ojos de hiena, si el hombre acicalado que cruza por la calle, está vestido de andrajos lascivos; si la rosa con títulos honoríficos, que te regalan, es un trapo desteñido y menos interesante que un gorrión; si la cara de tu mujer es un leño descascarado y furioso: tus ojos, y no Dios, los creó así.
Cuando mueras, los demonios y los ángeles, que son parejamente ávidos, sabiendo que estás adormecido, un poco en este mundo y un poco en cualquier otro, llegarán disfrazados a tu lecho y, acariciando tu cabeza, te darán a elegir las cosas que preferiste a lo largo de la vida. En una suerte de muestrario, al principio, te enseñarán las cosas elementales. Si te enseñan el sol, la luna o las estrellas, los verás en una esfera de cristal pintada, y creerás que esa esfera de cristal es el mundo; si te muestran el mar o las montañas, los verás en una piedra y creerás que esa piedra es el mar y las montañas; si te muestran un caballo, será una miniatura, pero creerás que ese caballo es un verdadero caballo. Los ángeles y los demonios distraerán tu ánimo con retratos de flores, de frutas abrillantadas y de bombones; haciéndote creer que eres todavía niño, te sentarán en una silla de manos, llamada también silla de la reina o sillita de oro, y de ese modo te llevarán, con las manos entrelazadas, por aquellos corredores al centro de tu vida, donde moran tus preferencias. Ten cuidado. Si eliges más cosas del Infierno que del Cielo, irás tal vez al Cielo; de lo contrario, si eliges más cosas del Cielo que del Infierno, corres el riesgo de ir al Infierno, pues tu amor a las cosas celestiales denotará mera concupiscencia.
Las leyes del Cielo y del Infierno son versátiles. Que vayas a un lugar o a otro depende de un ínfimo detalle. Conozco algunas personas que por una llave rota o una jaula de mimbre fueron al Infierno y otras que por un papel de diario o una taza de leche, al Cielo.


Silvina Ocampo