martes, 24 de febrero de 2009

Somerset Maugham



Dice el joven y porfiado Holden Caulfield, el Huckeleberry Finn de la zona alta de Park Avenue que narra El guardián entre el centeno de J. D. Salinger: "Los libros que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. Por ejemplo, Servidumbre humana, de Somerset Maugham...Pero nunca se me ocurriría llamar a Somerset Maugham por teléfono. No sé, no me apetecería hablar con él. Preferiría llamar a Thomas Hardy. Esa protagonista suya, Eustacia Vye, me encanta." Pues bien, el bueno de Holden no va mal encaminado..., pero se equivoca. A Maugham no le gusta que le telefoneen, le gusta que le lean; y a pesar de que su prosa es repulsivamente impersonal y demasiado transparente y sentimental para conseguir entusiasmar al lector, logra su propósito: hace muy poco una empresa de auditorías calculó que Maugham ingresa en concepto de derechos de autor treinta y dos dólares por minuto. Lo cual no significa necesariamente que sea un buen escritor, aunque lo es. Si Holden fuera un aprendiz de escritor, haría muy bien en telefonear al viejo; podría aprender mucho, porque son pocos los que hoy día controlan las taimadas reglas de la construcción de la trama de forma más rigurosa, y es recomendable conocer estas reglas, especialmente si, como les ocurre a muchos aprendices, se pretende desmantelarlas.


A lo largo de los últimos veinte años el señor Maugham ha hecho más apariciones de despedida que Sir Harry Lauder; cada nuevo libro se anuncia como su canto del cisne; y actualmente, a sus ochenta y cinco años, no deja de amenazar con embarcarse en la postrera y más eminente experiencia. Si tiene que emprender el viaje, a nosotros sólo nos queda reunirnos en el muelle y, agradecidos por lo mucho que nos ha hecho disfrutar, desarle con todo cariño bon voyage.






Truman Capote

miércoles, 18 de febrero de 2009

Cómo empecé a escribir


En nuestra vieja casa de Georgia teníamos dos cuartos de estar -uno detrás y otro delante- con puertas plegables entre los dos. Era allí donde hacíamos la vida familiar y también donde representábamos mis espectáculos. El cuarto delantero era el auditorio y el trasero el escenario. Las puertas plagables, el telón. En invierno, la luz del hogar de la chimenea parpadeaba sombría y se reflejaba en las puertas de nogal, y en los últimos tensos momentos antes de alzarse el telón se advertía el tictac del reloj sobre la repisa de la chimenea, el viejo reloj de pie, con el cristal en el que estaban pintados los cisnes. En verano el calor era sofocante en las dos salas hasta el momento de alzar el telón, y al reloj lo silenciaban los silbidos de los jardineros negros y de las radios lejanas. En invierno, flores de escarcha brotaban en los cristales de las ventanas (los inviernos de Georgia son muy fríos), y las habitaciones tenían corrientes y estaban silenciosas. En verano las ventanas abiertas hacían que se agitaran las cortinas con cada soplo de la brisa, llegaba el olor de las flores recalentadas por el sol y, hacia el crepúsculo, también el del césped regado. En invierno tamábamos cacao después de la función y en verano naranjada o limonada. En verano y en invierno los bollos eran siempre los mismos. Los hacía Lucille, la cocinera que teníamos por entonces, y nunca he probado otros tan deliciosos como aquéllos. El secreto de su éxito residía, creo yo, en que nunca le salían bien. Se trataba de magdalenas de pasas y chocolate que no subían como pide la receta, de manera que carecían de abultamiento propiamente tal: lo que hacían era estar húmedas, ser planas y tener las pasas muy juntas. El encanto de aquellas magdalenas era por completo accidental.

Por mi condición de mayor de los hermanos era la guardiana, la que contaba los bollos, la jefa de todas nuestras funciones. El repertorio, ecléctico, iba desde refritos de películas hasta Shakespeare, además de las piezas que yo inventaba y que a veces escribía en mi libreta de anillas Big Chief que costaban cinco centavos. El reparto, eternamente el mismo (mi hermano menor, mi hermana Baby y yo), nuestra mayor desventaja. Baby era en aquellos días una criatura de diez años, altiva y obstinada, terrible en las escenas de muerte, desmayos y otras cosas por el estilo. Cuando Baby se desvanecía para morir de pronto, miraba prudentemente alrededor y caía con mucho cuidado en un sillón o una silla. (En una ocasión, lo recuerdo bien, una de esas caídas mortales rompió dos patas de una de las sillas favoritas de mamá.)

Como directora de las funciones yo acepataba interpretaciones terribles, pero había una cosa que sencillamente no soportaba. A veces, después de prepararlos y de ensayar media tarde, los actores decidían abandonar el proyecyo momentos antes de que alzáramos el telón y se marchaban a jugar al jardín.

"Me esfuerzo y trabajo en una función toda la tarde, y ahora me dejáis plantada", gritaba yo, perdida por completo la entereza ante la adversidad. "¡No sois más que niños! ¡Niños! No sería mala idea fusilaros."

Pero ellos se bebían a grandes tragos el cacao o los referscos y se iban corriendo con los bollos de pasas.

La utilería era improvisada, limitada sólo por las modestas prohibiciones de mamá. El cajón de arriba del armario ropero quedaba excluido y en las obras que requerían enfermeras, monjas y fantasmas teníamos que arreglárnoslas con servilletas, manteles y sábanas de la clase inferior.

Las funciones en la sala de estar terminaron cuando leí por primera vez a Eugene O'Neill. Fue el verano en el que encontré sus obras en la biblioteca y coloqué su retrato en la repisa de la chimenea del cuarto de estar que utilizábamos como escenario. En otoño ya estaba escribiendo una pieza en tres actos sobre venganza e incesto: el telón se alzaba en un cementerio y, después de escenas de sufrimientos variados, volvía a caer sobre un catafalco. El reparto lo integraban un ciego, varios débiles mentales y una vieja malévola de unos cien años. La obra no se podía representar en las salas de estar. Hice lo que yo llamé una "lectura" a mis pacientes progenitores y una tía que estaba de visita.

A continuación, creo, vinieron Nietzsche y una pieza llamada El fuego de la vida. La obra tenía dos personajes -Jesucristo y Friedrich Nietzsche- y el aspecto que yo valoraba más era que estaba escrita en verso. También hice una lectura de aquella obra, y después entraron los niños, que estaban en el jardín, bebimos cacao junto al fuego en la sala de estar de atrás y nos comimos los hundidos y deliciosos bollos de pasas.

"¿Jesús?", preguntó mi tía cuando se lo contaron. "Bueno, la religión siempre es un buen tema."

Aquel invierno las habitaciones de la vida familiar, la ciudad entera, parecían estrujarme y encogerme el corazón adolescente. Anhelaba marcharme lejos. Me atraía Nueva York de manera especial. El reflejo del fuego en las puertas plegables de nogal me entristecía, así como el tedioso sonido del viejo reloj de los cisnes. Soñaba con la distante ciudad de los rascacielos y con la nieve, y Nueva York fue el feliz escenario de aquella primera novela que escribí cuando tenía quince años. Los detalles del libro eran extraños: revisores de metro, patios delanteros de Nueva York; pero para entonces ya no tenía importancia, porque había emprendido otro viaje. Fue el año de Dostoyevski, Chejov y Tolstoi, y los primeros barruntos de la existencia de una región insospechada, equidistante de Nueva York, de la Rusia de los zares y de nuestras salas de Georgia: la maravillosa región solitaria de las historias sencillas y del mundo interior.



Carson McCullers