sábado, 15 de agosto de 2009

El regalo de los Reyes Magos



Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young".
La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se leía un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases". Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.
-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.
-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.
-Démelos inmediatamente -dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
"Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?."
A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: "Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita".
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime "Feliz Navidad" y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.
-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.
Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
-¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.
-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.


O'Henry

viernes, 14 de agosto de 2009

Autobiografía mágica



Nací hacia finales de la Edad Moderna, poco antes del incipiente retorno del Medioevo, bajo el signo de Sagitario y amablemente influido por Júpiter. Mi nacimiento se produjo a primera hora de la tarde un cálido día de julio, y la temperatura de aquella hora es la que, inconscientemente, he amado y buscado durante toda mi vida, y la he añorado dolorosamente cuando me faltó. Nunca pude vivir en países fríos, y todos los viajes voluntarios de mi vida se dirigieron al sur. Fui hijo de padres religiosos, a quienes amé con ternura y a los que habría amado más tiernamente si no se me hubiera enseñado el cuarto mandamiento a edad temprana. Pero, lamentablemente, los mandamientos siempre han ejercido en mí un efecto fatal, por muy justos y bien intencionados que fueran – yo, que por naturaleza soy un cordero y tan dócil como una burbuja de jabón, siempre he sido reacio a los mandamientos de todo tipo, sobre todo durante mi juventud. Bastaba con que oyese el “debes hacer” para que en mí todo se revolviese y me volviera porfiado. Es fácil imaginar que esta peculiaridad tuvo una gran influencia negativa en mis años escolares. Cierto que nuestros maestros, en aquella divertida asignatura que llamaban Historia Universal, nos enseñaban que el mundo siempre había sido gobernado, dirigido y cambiado por ese tipo de personas que imponían su propia ley y que rompían con las leyes tradicionales, y nos decían que esas personas eran honorables. Pero eso era tan mentira como todo el resto de la enseñanza, pues cuando uno de nosotros, con buena o con mala intención, mostraba alguna vez valentía y protestaba contra cualquier mandamiento, o siquiera contra una costumbre estúpida o una moda, ni era honrado ni se nos recomendaba como modelo, sino que era castigado, escarnecido y oprimido por la cobarde prepotencia de los maestros. Por suerte, lo importante y más valioso para la vida ya lo había aprendido antes de empezar los años de escuela: mis sentidos eran despiertos, finos y aguzados, me podía fiar de ellos y obtener mucho disfrute, y cuando más tarde caí irremisiblemente ante la seducción de la metafísica, e incluso llegué a lacerar y despreciar mis sentidos, la atmósfera de una sensibilidad delicadamente desarrollada, concretamente por lo que se refiere a la vista y al oído, siempre me fue fiel, y en el mundo de mi pensamiento, incluso donde parece ser abstracta, interviene de forma viva. Por lo tanto disponía yo de unas ciertas defensas para la vida que, como ya he dicho, adquirí mucho antes de que empezasen los años de colegio. Conocía bien nuestra ciudad paterna, las granjas de gallinas y los bosques, las huertas y los talleres de los artesanos, conocía los árboles, los pájaros y las mariposas, sabía cantar canciones y silbarlas entre dientes, y muchas otras cosas que tienen valor para la vida. A esto se añadieron entonces las ciencias escolares, que me resultaban fáciles y me divertían, encontrando un auténtico placer en el latín, y empecé casi igual de pronto a hacer versos tanto en latín como en alemán. El arte de la mentira y de la diplomacia se lo debo al segundo año de colegio, donde un preceptor y un colaborador me dotaron de estas facultades después de que previamente, con mi candor y confianza infantiles, hiciera caer sobre mí una desgracia detrás de otra. Estos dos educadores me ilustraron con éxito sobre el hecho de que la honestidad y el amor a la verdad eran cualidades que ellos no buscaban en los alumnos. Me acusaron de una fechoría, por cierto bastante intrascendente, que se había cometido en clase y de la que yo era completamente inocente, pero como no pudieron obligarme a confesar su autoría, convirtieron esa pequeñez en un proceso de Estado y ambos, con torturas y palos, fueron incapaces de sacarme la confesión que deseaban, pero sí extrajeron de mí toda fe en la honestidad de la casta de maestros. Gracias a Dios, con el tiempo, también llegué a conocer maestros rectos y dignos de respeto, pero el daño ya estaba hecho y quedó falseada y amargada no sólo mi relación con los maestros de escuela, sino también con todo tipo de autoridad. En general, durante los siete u ocho primeros años de colegio fui un buen alumno, al menos siempre estaba sentado entre los primeros de mi clase. Pero al comenzar aquellas luchas de las que no escapa nadie que quiera ser una personalidad, entré cada vez más en conflicto con la escuela. Esas luchas sólo las comprendí dos décadas después, pero entonces estaban allí y me rodeaban, en contra de mi voluntad, como una terrible desgracia. La cuestión era la siguiente: desde que cumplí los trece años estaba claro para mí que quería ser poeta o nada. Pero con la claridad de esta idea llegó paulatinamente otra certeza, penosa. Uno podía llegar a ser maestro, cura, médico, artesano, comerciante o empleado de correos, también músico, incluso pintor o arquitecto, y para todas las profesiones del mundo había un camino, había condiciones previas, había una escuela, una enseñanza para el principiante. ¡Pero no existía para el poeta! Estaba permitido serlo e incluso se consideraba un honor ser poeta: es decir, tener éxito y fama como poeta, pero lamentablemente esto solía suceder cuando uno ya estaba muerto. Sin embargo, convertirse en poeta era imposible, querer serlo era una ridiculez y una vergüenza, como pude averiguar muy pronto. Rápidamente había aprendido lo que se podía aprender de la situación: poeta sólo se podía ser, pero no estaba permitido llegar a serlo. Además, interesarse por la poesía y por un talento poético propio le hacía a uno sospechoso ante los maestros, y por ello desconfiaban de uno o le despreciaban, con frecuencia incluso le ofendían a uno mortalmente. Con los poetas pasaba exactamente lo mismo que con los héroes y con todas las figuras y los afanes intensos o hermosos, orgullosos y no cotidianos: en el pasado fueron maravillosos, todos los libros de texto estaban llenos de alabanzas hacia ellos, pero en el presente y en la realidad se los odiaba y, probablemente, los maestros habían sido contratados y formados para impedir en lo posible el surgimiento de personas famosas y libres y la realización de gestas grandes y magníficas. Por lo tanto, entre mi persona y mi lejana meta no veía más que abismos, todo se me volvía incierto, devaluado, y sólo una cosa permanecía: la voluntad de querer ser poeta, fuese fácil o difícil, ridículo u honorable. Los éxitos externos de esta decisión – más bien de esta fatalidad – fueron los siguientes: Cuando yo tenía trece años y acaba de comenzar ese conflicto, mi comportamiento dejó mucho que desear tanto en la casa paterna como en la escuela, hasta el punto de que se me exilió a la escuela de latín de otra ciudad. Un año después me convertí en pupilo de un seminario teológico, aprendí a escribir el alfabeto hebreo y estaba a punto de comprender lo que es una dagesh forte implicitum cuando, de pronto, me inundaron tormentas interiores que desembocaron en mi huida de la escuela monacal, en un castigo con arresto grave y en mi expulsión del seminario. Durante un tiempo me esforcé en una escuela media por avanzar en mis estudios, pero allí el final también fue la sanción y la expulsión. Después fui aprendiz de comerciante durante tres días, volví a marcharme y durante algunos días y noches desaparecí para gran preocupación de mis padres. Durante medio año fui ayudante de mi padre, durante año y medio estuve de aprendiz en un taller mecánico que además fabricaba relojes de torre. En resumen, durante más de cuatro años todo lo que se quería hacer conmigo fue irremisiblemente mal, ninguna escuela quería quedarse conmigo, como aprendiz no duraba mucho en ningún sitio. Todo intento de hacer de mí una persona útil terminaba en fracaso, muchas veces con escarnio y escándalo, con la huida o con la expulsión, y sin embargo en todas partes me reconocían buenas dotes e incluso una cierta dosis de buena voluntad. Siempre era pasablemente aplicado, pues la elevada virtud de la holgazanería siempre la he admirado con veneración, pero nunca llegué a ser un maestro de ella. De forma consciente y enérgica comencé mi propia formación a los quince años, cuando había fracasado en la escuela, y tuve la suerte y el placer de que en casa de mi padre estaba la impresionante biblioteca del abuelo, una sala entera llena de viejos libros que, entre otras cosas, contenía toda la poesía y la filosofía alemanas del siglo XVIII. Entre los 16 y los 20 años no sólo llené una gran cantidad de papel con mis primeros intentos poéticos, sino que en aquellos años también leí la mitad de la literatura universal y me ocupé de la historia el arte, los idiomas y la filosofía con un ahínco que habría bastado de sobra para un estudio normal. Después me hice librero para poder finalmente ganarme yo mismo el pan. Al fin y al cabo, con los libros tenía más y mejores relaciones que con el tornillo de banco y las ruedas dentadas de fundición de acero con las que había sufrido como mecánico. Durante los primeros tiempos, nadar entre lo nuevo y lo más reciente de la literatura, ser incluso anegado por ello, fue un placer casi embriagador. Pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que, en lo intelectual, una vida en el mero presente, en lo nuevo y en lo más reciente era insoportable y carecía de sentido, que la relación existente con lo que había sucedido, con la historia, con lo antiguo y con lo ancestral era lo único que permitía una vida intelectual. Por eso, una vez agotado el primer placer, fue una necesidad volver a lo antiguo después de la inundación de novedades, y lo hice pasándome de la librería a la tienda de antigüedades. Pero sólo permanecí fiel a la profesión mientras la necesité para ganarme la vida. A la edad de veintiséis años, con motivo de un primer éxito literario, también abandoné esta profesión. Por lo tanto ahora, después de tantas tormentas y sacrificios, había alcanzado mi meta: por imposible que hubiera parecido, ahora me había convertido en un poeta y, al parecer, había ganado la larga y dura batalla contra el mundo. La amargura de los años de colegio y de formación, donde tantas veces estuve al borde del hundimiento, quedó entonces olvidada y ridiculizada, e incluso los familiares y los amigos, que hasta entonces estaban desesperados conmigo, me sonreían ahora con amabilidad. Yo había vencido, y aunque hiciese lo más tonto y lo más baladí, todos lo consideraban encantador, igual que yo mismo también estaba encantado conmigo. Ahora me daba cuenta de la escalofriante soledad, el ascetismo y el peligro en los que había vivido año tras año; el tibio aire del reconocimiento me sentaba bien y empecé a convertirme en un hombre satisfecho. Durante un largo tiempo mi vida exterior transcurrió de forma tranquila y agradable. Tenía mujer, niños, casa y jardín. Escribía mis libros, estaba considerado un poeta amable y vivía en paz con el mundo. En el año 1905 ayudé a crear una revista dirigida sobre todo contra el régimen personal de Guillermo II, pero, en el fondo, sin tomar en serio estos objetivos políticos. Hice hermosos viajes a Suiza, a Alemania, a Austria, a Italia y a India. Parecía que todo estaba en su sitio. Entonces llegó aquel verano de 1914 y, de pronto, todo cambió en el interior y en el exterior. Se demostró que el bienestar del que gozábamos hasta entonces se había construido sobre un terreno inseguro, y entonces empezó a ir todo mal, empezó la gran educación. Había comenzado la llamada gran época y no puedo decir que me sorprendiera mejor equipado, más digno y mejor que cualquier otra. Lo que entonces me diferenciaba de los demás era tan sólo que yo echaba de menos aquel gran consuelo que muchos otros tenían: el entusiasmo. Por eso volví de nuevo a mí mismo y al conflicto con el entorno, volví otra vez a la escuela, otra vez tuve que esforzarme por olvidar la insatisfacción conmigo mismo y con el mundo y sólo con esta vivencia pude superar el umbral de la iniciación a la vida. Nunca olvidé una pequeña vivencia de los primeros años de la guerra. Estaba de visita en un gran hospital de campaña y buscaba una posibilidad razonable de adaptarme, como voluntario, de algún modo al mundo cambiado, cosa que entonces aún me parecía posible. En aquel hospital lleno de heridos conocí a una anciana señorita que antes vivía de sus buenas rentas y ahora servía de ayudante en ese hospital de campaña. Con un conmovedor entusiasmo me contó lo contenta y orgullosa que estaba de poder vivir esa gran época. Me pareció comprensible, pues esa señora había necesitado la guerra para convertir su pesada vida de solterona, puramente egoísta, en una vida activa y valiosa. Pero cuando me comunicó su felicidad en un pasillo lleno de soldados heridos y asaeteados por las balas, entre salas llenas de amputados y moribundos, el corazón me dio un vuelco. Por mucho que comprendiera el entusiasmo de esta señora, yo no lo podía compartir, no podía aprobarlo. Si por cada diez heridos llegaba una asistente entusiasmada como ésta, la felicidad de estas señoras se pagaba un poco demasiado caro. No, yo no podía compartir la alegría por la gran época, y por eso sufrí lamentablemente bajo la guerra desde el principio, y durante años me revolví contra una desgracia que al parecer se había abatido desde fuera y porque sí, mientras que a mi alrededor todo el mundo hacía como si estuviese entusiasmado precisamente por esta desgracia. Y cuando leía los artículos de periódico de los poetas, donde descubrían la bendición de la guerra, y las exhortaciones de los profesores y toda las poesías de guerra de los despachos de poetas famosos, yo me sentía todavía peor. Un buen día, en el año 1915, se me escapó públicamente el reconocimiento de esta miseria y una palabra de lamento por el hecho de que las llamadas personas intelectuales no sabían hacer otra cosa más que predicar el odio, difundir mentiras y ensalzar la gran desgracia. La consecuencia de esta queja, expresada con bastante timidez, fue que en la prensa de mi patria fui declarado traidor, lo cual fue para mí una vivencia nueva, pues pese a los muchos contactos con la prensa no había conocido nunca la situación de ser escarnecido por la mayoría. Habría que pensar que yo debería haberme reído mucho de ese malentendido. Pero no lo conseguí. Esa vivencia, en sí misma tan poco importante, fue el germen del segundo gran cambio en mi vida. Recordemos: el primer cambio se produjo en el instante en el que fui consciente de la decisión de convertirme en poeta. El modélico escolar Hesse que había habido antes se convirtió a partir de ese momento en un mal alumno, fue castigado, fue expulsado, no hacía nada bien, se producía quebraderos de cabeza a sí mismo y a sus padres – todo porque no veía ninguna posibilidad de reconciliación entre el mundo tal y como es, o como parece ser, y la voz de su propio corazón. Esto se repetía ahora, durante los años de la guerra. De nuevo me vi en un conflicto con un mundo en el que hasta entonces había vivido en paz. Otra vez fracasé en todo, de nuevo estaba solo y sufría, de nuevo todo lo que yo decía y pensaba era malentendido por los demás con hostilidad. Otra vez veía un abismo desesperanzador entre la realidad y lo que me parecía deseable, razonable y bueno. Pero esta vez no pude eludir el examen de conciencia. Al cabo de poco tiempo me vi en la necesidad de buscar la culpa de mi sufrimiento no sólo fuera de mí, sino en mí mismo. Porque de una cosa me di cuenta: echarle en cara al mundo entero la locura y la rudeza era algo a lo que ningún hombre y ningún dios tenía derecho, y yo menos que nadie. Por lo tanto en mí mismo debía haber todo tipo de desórdenes si entraba así en conflicto con toda la marcha del mundo. De hecho, sí había un gran desorden. No era nada divertido abordar ese desorden en mí mismo y tratar de ordenarlo. Sobre todo se demostraba una cosa: la plácida paz en la que yo había vivido con el mundo no sólo la había pagado demasiado cara yo mismo, sino que también había estado tan podrida como la paz exterior en el mundo. Creía que con la largas y difíciles luchas de mi juventud me había merecido mi puesto en el mundo y ser un poeta, pero a todo esto el éxito y el bienestar habían ejercido en mí la influencia habitual, me había vuelto satisfecho y cómodo y, si lo consideraba a fondo, el poeta apenas se podía diferenciar de un escritor de encargo. Me había ido demasiado bien. Sin embargo ahora me iba abundantemente mal, lo que siempre es una escuela buena y enérgica, y aprendí cada vez más a dejar que los asuntos del mundo llevasen su curso y pude ocuparme de mi propia participación en la confusión y la culpa del conjunto. Debo dejar al lector la tarea de descubrir esta ocupación a través de la lectura de mis escritos. Pero sigo teniendo la secreta esperanza de que, con el paso del tiempo, también mi pueblo realizará una comprobación similar, no como un todo, pero sí a través de muchos individuos despiertos y responsables, y en lugar de quejarse y maldecir por lo mala que es la guerra y lo malos que son los enemigos y lo mala que es la revolución, se plantará en muchos miles de corazones la pregunta: ¿fui yo también culpable? y ¿cómo puedo recuperar la inocencia? En cualquier momento se puede volver a ser inocente si se reconoce el propio sufrimiento y la propia culpa y se termina de sufrir en lugar de buscar en otro la culpa del sufrimiento. Cuando empezó a manifestarse el nuevo cambio en mis escritos y en mi vida, muchos de mis amigos sacudieron la cabeza. Muchos también me dejaron. Esto formaba parte de la imagen cambiada de mi vida, igual que la pérdida de mi casa, de mi familia y de otros bienes y comodidades. Fue una época en la que cada día me despedía, y cada día me asombraba de poder soportar también lo que me seguía pasando y seguir viviendo, y de seguir amando siempre algo de esta extraña vida que sólo parecía traerme dolor, decepciones y pérdidas. Por cierto, para que no se olvide: también durante los años de la guerra tuve algo así como una buena estrella o un ángel protector. Mientras me sentía muy solo con mi sufrimiento, y hasta que empezó el cambio, sentía que mi destino era desgraciado y renegaba de él; precisamente mi sufrimiento y mi obsesión por el sufrimiento me sirvieron de protección y escudo contra el mundo exterior. De hecho, pasé los años de la guerra en un entorno tan deleznable de política, espionaje, técnica de soborno y artes de aprovechamiento de la coyuntura, como por aquel entonces sólo se podían encontrar juntos y tan concentrados en pocos lugares de la Tierra, concretamente en Berna, en medio de la diplomacia alemana, la neutral y la enemiga, en una ciudad que se superpobló de la noche a la mañana y se llenó de diplomáticos, agentes políticos, espías, periodistas, compradores y traficantes. Yo vivía entre diplomáticos y militares, pero además trataba con personas de muchas naciones, incluso enemigas, y el aire a mi alrededor era toda una red de espionaje y contraespionaje, de traiciones, intrigas, negocios políticos y personales, ¡y de todo ello no me di cuenta en absoluto durante aquellos años! Se me escuchaba a hurtadillas, se me espiaba y vigilaba, de pronto era sospechoso ante los enemigos, o ante los neutrales, o ante mis propios compatriotas, y no me daba cuenta de nada; sólo mucho después me enteré de esto y de aquello, y no comprendí cómo pude vivir sano y salvo en medio de esta atmósfera. Pero así fue. Con el final de la guerra también se produjo la terminación de mi cambio y acabaron los sufrimientos de la prueba. Esos sufrimientos ya no tenían nada que ver con la guerra ni con el destino del mundo, ni la derrota de Alemania, que nosotros en el extranjero esperábamos con seguridad desde hacía dos años, tuvo en ese momento nada de terrible. Yo estaba completamente sumergido en mí mismo y en mi propio destino, pero a veces con la sensación de que se trataba de todo lo inhumano. Reencontraba en mí mismo todas las guerras y toda el ansia de asesinar del mundo, toda su inconsciencia, todo su crudo afán por los placeres, toda su cobardía; tuve que perder primero la estima de mí mismo y después el desprecio de mí mismo; no tenía otra cosa que hacer más que lanzar un vistazo al caos de la Tierra con la esperanza a veces brillante, a veces redentora, de encontrar más allá del caos de nuevo la naturaleza, de nuevo la inocencia. Toda persona que se ha despertado y que realmente ha alcanzado la consciencia pasa alguna vez, o varias veces, por este estrecho camino a través del desierto; querer hablar a otros de ello sería un esfuerzo vano. Cuando los amigos me traicionaban, a veces sentía desconsuelo, pero no desasosiego, pues lo consideraba más bien una confirmación en mi camino. Esos que fueron amigos tenían mucha razón cuando decían que yo había sido antes un hombre y un poeta simpático, mientras que mi problemática actual era simplemente insufrible. Por aquel entonces hacía mucho que yo había superado las cuestiones de gusto o de carácter, y no había nadie que hubiese podido comprender mi lenguaje. Quizá esos amigos tenían razón cuando me reprochaban que mis escritos habían perdido belleza y armonía. Esas palabras sólo me provocaban risa, pues ¿qué es la belleza o la armonía para quien están condenado a muerte, para quien corre por salvar su vida entre muros que se desploman? Quizá, en contra de la creencia que había tenido toda la vida, yo no era un poeta, y quizá todo el esfuerzo estético había sido un mero horror. Podía ser, pero tampoco eso era ya importante. La mayor parte de lo que había visto durante mi viaje por los infiernos había sido un engaño y careció de valor, por eso quizá también pasara lo mismo con la ilusión de mi vocación o mis dotes. ¡Qué poca importancia tenía! Tampoco existía ya lo que, lleno de orgullo y alegría infantil, había considerado en tiempos mi misión. Hacía mucho que ya no veía mi misión, más bien mi camino hacia la salvación, en el campo de la lírica, de la filosofía o de cualquier historia así de especialistas, sino sólo en que unos pocos vivos y fuertes pudiesen vivir en mí su vida, ya sólo en la fidelidad incondicional a lo que en mí todavía sentía con vida. Cuando por fin acabó la guerra también para mí, en la primavera de 1919, me retiré a un apartado rincón de Suiza y me convertí en un ermitaño. Dado que toda mi vida (y ésta fue una herencia de padres y abuelos) me ocupé mucho de la sabiduría india y china, y mis nuevas vivencias también las expresé en parte en el lenguaje gráfico oriental, con frecuencia se me llamaba “budista”, sobre lo cual no podía por menos que reírme, pues en el fondo sabía que era la creencia de la que más alejado estaba. Sin embargo ahí había algo correcto, un grano de verdad, como descubrí poco después. Si de algún modo fuera pensable que un hombre pudiera escoger personalmente una religión, desde luego por mi anhelo más íntimo me habría adherido a una religión conservadora: a la de Confucio, al brahmanismo o a la iglesia romana. Pero lo habría hecho por añoranza del polo opuesto, no por afinidad innata, pues yo no nací por casualidad como hijo de devotos protestantes, sino que soy protestante también por mi ánimo y mi esencia (lo cual no supone ninguna contradicción con mi antipatía hacia las confesiones protestantes que existen en la actualidad). El auténtico protestante se rebela contra la propia iglesia igual que contra cualquier otra, porque su esencia afirma que llegar a ser es más importante que el ser. En este sentido Buda también fue un protestante. La fe en mi capacidad poética y en el valor de mi trabajo literario estaba por tanto enraizada en mí desde el cambio. Escribir ya no me satisfacía del todo. Pero el ser humano debe tener alguna alegría, y yo también la pretendía en medio de mi situación de necesidad. Podía renunciar a la justicia, a la razón y al sentido en la vida y en el mundo, había visto que el mundo funciona perfectamente sin ninguna de estas abstracciones, pero no podía renunciar a un poco de alegría, y la exigencia de esa pizca de alegría era una de aquellas pequeñas llamas en mí en las que todavía creía y a partir de las cuales pensaba crear de nuevo el mundo. Con frecuencia buscaba mi alegría, mi sueño y mi olvido en una botella de vino, y muchas veces me ayudó, ¡loada sea! Pero no bastaba. Mira por dónde, un día descubrí una alegría completamente nueva. Ya con cuarenta años, de pronto empecé a pintar. No es que yo me considerase un pintor o quisiera llega a serlo. Pero pintar es algo maravilloso, le vuelve a uno más alegre y tolerante. Después no se tienen los dedos negros, como sucede al escribir, sino rojos y azules. Por esta actividad pictórica también se enfadaron muchos de mis amigos. Ahí tengo poca suerte, pues siempre que abordo algo realmente necesario, satisfactorio y hermoso, la gente se vuelve desagradable. Quieren que uno siga siendo lo que era, que no cambie la cara. Pero mi cara se rebela, quiere cambiar con frecuencia, para ella es una necesidad. Otro reproche que se me hacía me pareció muy justificado. Se me negaba que tuviera sentido de la realidad. Tanto los poemas que escribo como los cuadritos que pinto no se corresponden con la realidad. Cuando hago poesía, con frecuencia olvido todos los requisitos que los lectores ilustrados plantean a un auténtico libro, y sobre todo me falta de hecho el respeto a la realidad. Creo que la realidad es aquello por lo que menos falta hace preocuparse, pues es suficientemente molesta, incluso existe siempre, mientras que las cosas más hermosas y necesarias requieren nuestra atención y nuestro cuidado. La realidad es aquello con lo que no se puede estar satisfecho bajo ninguna circunstancia, lo que no se puede adorar ni honrar bajo ninguna circunstancia, pues es la casualidad, el desecho de la vida. Además esa realidad sórdida, con frecuencia decepcionante e insípida, no se puede modificar de ningún otro modo más que negándola, demostrando que somos más fuertes que ella. En mis poemas muchas veces se echa de menos el habitual respeto a la realidad, y cuando pinto los árboles tienen caras y las casas ríen o bailan, o lloran, pero en general no se puede reconocer si el árbol es un peral o un castaño. Debo aceptar este reproche. Confieso que mi propia vida también me parece muchas veces un cuento; con frecuencia veo y siento el mundo exterior en mi interior en un contexto y un acoplamiento que debo llamar mágicos. Algunas veces también me pasaron tonterías; por ejemplo, una vez hice una declaración inocente sobre el famoso poeta Schiller, por la cual pronto todos las boleras del sur de Alemania me declararon un difamador de los santuarios patrios. Pero ahora ya he conseguido desde hace años no hacer ninguna declaración que pueda difamar los santuarios ni hacer que las personas se pongan rojas de cólera. Creo que eso ha sido un progreso. Dado que para mí la llamada realidad no desempeña un papel muy importante, porque lo pasado me llena con frecuencia igual que el presente y lo actual me parece infinitamente lejano, por eso tampoco puedo separar el futuro del pasado tan nítidamente como normalmente se hace. Yo vivo mucho en el futuro, y por eso no necesito terminar mi biografía en el día de hoy, sino que puedo dejar tranquilamente que continúe. Brevemente voy a relatar cómo mi vida describe su arco completo. En los años hasta 1930 escribí algunos libros más, pero después le volví la espalda a ese oficio para siempre. La pregunta de si en realidad se me debe incluir entre los poetas o no fue investigada en dos conferencias por unos jóvenes muy aplicados, pero no se contestó. En resultado de una consideración cuidadosa de la nueva literatura condujo a decir que el fluido que convierte a una persona en poeta sólo aparece en los últimos tiempos tan extraordinariamente rebajado que ya no se puede establecer la diferencia entre el poeta y el literato. Sin embargo, a partir de este hallazgo objetivo los dos doctorandos sacaron conclusiones opuestas. Uno de ellos, el más simpático, opinaba que una poesía tan ridículamente diluida ya no era tal en absoluto, y dado que la mera literatura no es digna de vivir, lo que hoy todavía se llama poesía se debía dejar morir tranquilamente. Pero el otro era un adorador incondicional de la poesía, incluso en su forma más diluida, y por eso creía que sería mejor, por precaución, valorar a cien no poetas que ser injusto con uno solo que quizá tuviera una gota de auténtica sangre parnasiana. Yo me ocupaba fundamentalmente de la pintura y de los métodos de la magia china, pero en los años siguientes también fui profundizando cada vez más en la música. La ambición de mi vida posterior consistió en escribir una especie de ópera en la que la vida humana se tomase poco en serio en su llamada realidad, incluso se ridiculizase, pero que destacara el brillo de su imagen como valor eterno, como etéreo ropaje de la divinidad. La concepción mágica de la vida siempre me fue muy querida; yo nunca fui un “hombre moderno” y siempre consideré que el “Goldener Topf” (“El puchero de oro”) de Hoffmann, o incluso el de Heinrich von Ofterdingen, eran libros didácticos más valiosos que todas las historias universales y naturales (más aún, en éstas, cuando las leía, siempre había visto fábulas deliciosas). Pero entonces había comenzado para mí aquel periodo de la vida donde ya no tiene ningún sentido seguir desarrollando una personalidad acabada y más que suficientemente diferenciada, y seguir diferenciándola, cuando en lugar de ello pugna la tarea de volver a embutir el yo en el mundo y, en vista de lo efímero que es todo, recubrirse de los órdenes eternos e intemporales. Me parecía que expresar estas ideas o posturas ante la vida sólo se podía hacer a través del cuento, y como forma más elevada del cuento veía la ópera, probablemente porque no podía creer ya del todo en la magia de la palabra en nuestro profanado y moribundo lenguaje, mientras que la música me seguía pareciendo un árbol vivo en cuyas ramas todavía pueden crecer hoy las manzanas del paraíso. En mi ópera quise hacer lo que en mis poesías nunca había logrado del todo: darle un sentido alto y maravilloso a la vida humana. Yo quería ensalzar la inocencia y la inagotabilidad de la naturaleza, y representar su evolución hasta el momento en el que, por el inevitable sufrimiento, se ve obligada a acudir al espíritu, al lejano polo opuesto, y la oscilación de la vida entre los dos polos que son la naturaleza y el espíritu se debía representar de forma alegre, lúdica y completa como la tensión de un arco iris. Pero lamentablemente nunca conseguí acabar esa ópera. Me pasó con ella lo que me había sucedido con la poesía. Había tenido que abandonar la poesía cuando vi que todo lo que me parecía importante decir ya se había dicho mil veces en el “Goldener Topf” y en Heinrich von Ofterdingen de modo más puro que el que yo habría sido capaz de conseguir. Por eso me fue así también con mi ópera. Precisamente cuando había terminado los largos años de estudios previos musicales y varios borradores de textos, y trataba de imaginarme otra vez con el mayor ahínco posible el verdadero sentido y el contenido de mi obra, de pronto percibí que con mi ópera no pretendía otra cosa que lo que ya estaba resuelto desde hacía mucho, de modo maravilloso, en la “Zauberflöte” (“La flauta mágica”). Por eso abandoné este trabajo y me dediqué en cuerpo y alma a la magia práctica. Mi sueño de artista había sido una ilusión, pero si yo no era capaz de escribir un “Goldener Topf” ni una “Zauberflöte”, entonces es que había nacido para ser mago. Hacía mucho que había avanzado lo suficiente por el camino oriental de Lao Tse y del I Ching como para conocer con precisión la casualidad y la mutabilidad de la llamada realidad. Ahora forzaba mediante la magia esta realidad en el sentido que yo quería, y debo decir que me causaba gran placer. Sin embargo también debo reconocer que no siempre me limité a aquel amable jardín que se llama magia blanca, sino que de vez en cuando la pequeña llama viva también me hacía pasar al lado oscuro. A la edad de más de setenta años, justo cuando dos universidades me habían distinguido con la concesión del título de doctor honorífico, fui llevado ante los tribunales por seducir a una joven muchacha por medio de la magia. En la cárcel pedí permiso para dedicarme a la pintura. Se me concedió. Los amigos me trajeron pinturas y útiles, y pinté un pequeño paisaje en la pared de mi celda. Es decir, una vez más había vuelto al arte y todos los naufragios que ya había vivido como artista no me pudieron impedir en lo más mínimo vaciar de nuevo esa dulce copa, construir otra vez, como un niño en un juego, un pequeño y querido mundo de juguete ante mí y saciar mi corazón en él, desprendiéndome otra vez de toda sabiduría y abstracción y sintiendo de nuevo la primitiva alegría de engendrar. Por lo tanto volví a pintar, mezclaba colores y mojaba el pincel, bebiendo otra vez con embeleso todos esos embrujos infinitos: el claro y alegre sonido del bermejo, el sonido puro y lleno del amarillo, el conmovedor y profundo del azul, y la música de sus mezclas hasta el gris más pálido y lejano. Feliz, como un niño, iba realizando mi juego de creación y pintaba un paisaje en la pared de mi celda. Ese paisaje contenía casi todo lo que me había producido alegría en la vida, ríos y montañas, mar y nubes, campesinos en la cosecha y un montón de cosas bonitas que me causaban placer. Pero por el centro del cuadro avanzaba un tren muy pequeño. Se dirigía hacia una montaña y ya penetraba con su cabeza en ella como un gusano en la manzana; la locomotora ya estaba en parte dentro de un pequeño túnel de cuya redonda boca salía un penacho de humo. Jamás me había encantado mi juego tanto como esa vez. A través de este retorno al arte no sólo olvidé que era un prisionero y un acusado, y que tenía pocas perspectivas de terminar mi vida en un lugar que no fuese una prisión, sino que con frecuencia olvidaba incluso mis ejercicios de magia y me parecía ser magia suficiente el que yo, con un fino pincel, crease un árbol diminuto o una pequeña nube clara. A todo esto la llamada realidad, ante la que yo de hecho había sucumbido por completo, hacía todos los esfuerzos por burlarse de mi sueño y por destruirlo una y otra vez. Casi cada día venían a por mí, bajo vigilancia me llevaban a recintos extremadamente antipáticos, donde en medio de muchos papeles estaban sentadas personas antipáticas que me interrogaban, que no me querían creer, que me gritaban en la cara, que me trataban a veces como a un niño de tres años y a veces como a un taimado delincuente. No hace falta ser el acusado para conocer este extraño y en verdad diabólico mundo de los despachos, del papel y de los expedientes. De todos los infiernos que asombrosamente el hombre ha tenido que crear, éste siempre me ha parecido el más infernal. Basta con que quieras trasladarte de casa o casarte, obtener un pasaporte o un certificado de nacimiento, para estar ya en medio de este infierno, para que tengas que pasar ácidas horas en la habitación sin aire de este mundo de papeles, para que seas interrogado por personas aburridas y, pese a ello, precipitadas y amargadas, que te gritan en la cara, y las declaraciones más sencillas y ciertas no encuentran más que incredulidad, y de pronto eres tratado como un niño de escuela y de pronto como un criminal. En fin, todos lo conocen. Me habría ahogado y podrido mucho antes en el infierno de papeles si mis pinturas no me hubieran consolado y alegrado una y otra vez, si mi cuadro, mi hermoso y pequeño paisaje, no me hubiese dado otra vez aire y vida. Estaba yo ante ese cuadro en mi cárcel, cuando los guardias vinieron corriendo con sus aburridas citaciones y quisieron arrancarme de mi feliz trabajo. Entonces sentí un cansancio y algo así como asco hacia todo aquel jaleo y toda esa realidad brutal e insensible. Me pareció que había llegado el momento de poner fin al martirio. Si no me estaba permitido jugar sin interrupciones a mis inocentes juegos de artista, tenía que utilizar una de esas artes más serias a las que me había dedicado durante algunos años de mi vida. Ese mundo no se podía soportar sin magia. Recordé la norma china, estuve durante un minuto reteniendo la respiración y me desprendí de la ilusión de la realidad. Entonces pedí amablemente a los guardias que tuviesen un instante de paciencia, porque iba a subirme al tren de mi cuadro y allí tenía que revisar algo. Se rieron como hacían siempre, pues creían que yo estaba mentalmente perturbado. Entonces me hice pequeño y entré en mi cuadro, subí al pequeño tren y avancé con el pequeño tren por el pequeño túnel negro. Durante un rato se siguió viendo el penacho de humo salir del agujero redondo, después se disipó el humo y con él se disipó todo el cuadro y yo con él. Los guardias quedaron atrás, llenos de perplejidad


Herman Hesse

El colombre



Cuando Stefano Roi cumplió los doce años, pidió como regalo a su padre, capitán de barco y patrón de un bonito velero, que lo llevase consigo a bordo.
-Cuando sea mayor -dijo-, quiero navegar por los mares como tú. Y mandaré barcos todavía más bonitos y grandes que el tuyo.
-Dios te bendiga, hijo mío -respondió su padre. Y como justamente aquel día su carguero debía partir, se llevó al chico consigo.
Era un espléndido día de sol; el mar estaba tranquilo. Stefano, que nunca había subido al barco, paseaba feliz por cubierta admirando las complicadas maniobras del aparejo. Y preguntaba esto y lo otro a los marineros, que, sonriendo, se lo explicaban todo.
Cuando fue a parar a la toldilla, el chico, picado por la curiosidad, se detuvo a observar una cosa que salía intermitentemente a la superficie a una distancia de unos doscientos o trescientos metros, allí donde estaba la estela de la nave.
Aunque el carguero volara ya, empujado por un magnífico viento de popa, aquella cosa mantenía siempre la misma distancia. Y, aunque él no comprendía su naturaleza, tenía algo indefinible que lo atraía intensamente.
Al dejar de ver a Stefano por allí, su padre, después de haberlo llamado a grandes voces en vano, abandonó el puente y fue a buscarlo.
-Stefano, ¿qué haces ahí plantado? -le preguntó al verlo finalmente en la popa, de pie, absorto en las olas.
-Ven a ver, papá.
El padre acudió y miró también en la dirección que le indicaba el muchacho, pero no alcanzó a ver nada.
-Es una cosa oscura que asoma cada tanto de la estela -dijo-, y que nos sigue.
-A pesar de mis cuarenta años -dijo su padre-, creo tener todavía buena vista. Pero no veo nada en absoluto.
Como su hijo insistiera, fue en busca del catalejo y exploró la superficie del mar allí donde estaba la estela. Stefano lo vio ponerse pálido.
-¿Qué es? ¿Por qué pones esa cara?
-Ojalá no te hubiera escuchado -exclamó el capitán-. Ahora temo por ti. Eso que has visto asomar de las aguas y que nos sigue no es una cosa. Es un colombre. Es el pez que los marineros temen más que ningún otro en todos los mares del mundo. Es un escualo terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que quizá nunca nadie sabrá, escoge a su víctima y, una vez que lo ha hecho, la sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo si no es la propia víctima y las personas de su misma sangre.
-¿Y no es una leyenda?
-No. Yo nunca lo había visto. Pero como lo he oído describir tantas veces, en seguida lo he reconocido. Ese hocico de bisonte, esa boca que se abre y se cierra sin cesar, esos dientes espantosos... Stefano, no hay duda, desgraciadamente el colombre te ha elegido y mientras andes por el mar no te dará tregua. Escucha: vamos a volver ahora mismo a tierra, tú desembarcarás y nunca más te separarás de la orilla por ningún motivo. Tienes que prometérmelo. El trabajo del mar no es para ti, hijo mío. Tienes que resignarte. Por otra parte, en tierra también podrás hacer fortuna.
Dicho esto, hizo invertir el rumbo inmediatamente, volvió a puerto y, con el pretexto de una inesperada indisposición, desembarcó a su hijo. Luego volvió a partir sin él.
Profundamente agitado, el muchacho permaneció en la orilla hasta que la última punta de la arboladura se sumergió detrás del horizonte. Más allá del muelle que cerraba el puerto, el mar quedó completamente desierto. Pero, aguzando la vista, Stefano alcanzó a distinguir un puntito negro que aparecía intermitentemente sobre las aguas: era «su» colombre, que iba lentamente de aquí para allá, empeñado en esperarlo.

Desde entonces se emplearon todos los recursos posibles para alejar al muchacho del deseo del mar. Su padre lo mandó a estudiar a una ciudad del interior distante centenares de kilómetros. Y durante algún tiempo, distraído por su nuevo ambiente, Stefano dejó de pensar en el monstruo marino. Sin embargo, cuando en las vacaciones de verano volvió a casa, lo primero que hizo en cuanto dispuso de un minuto libre fue apresurarse a ir a la punta del muelle para hacer una especie de comprobación aunque en el fondo lo considerase superfluo. Aun admitiendo que toda la historia que le contara su padre fuera verdadera, después de tanto tiempo el colombre sin duda habría renunciado a su asedio.
Pero Stefano se quedó allí parado, con el corazón desbocado. A unos doscientos o trescientos metros del muelle, en mar abierto, el siniestro pez iba arriba y abajo con lentitud, sacando de cuando en cuando el hocico del agua y volviéndolo hacia tierra, como si mirase ansiosamente si Stefano Roi aparecía por fin.
De esta suerte, la idea de aquella criatura enemiga que lo esperaba noche y día se convirtió para Stefano en una secreta obsesión. E incluso en la lejana ciudad le ocurría despertarse en plena noche víctima de la inquietud. Estaba a salvo, sí, centenares de kilómetros lo separaban del colombre. Y, sin embargo, sabía que más allá de las montañas, más allá de los bosques, más allá de las llanuras, el escualo lo aguardaba. Y que, aunque se trasladara al continente más remoto, el colombre se apostaría en el espejo del mar más cercano con la inexorable obstinación de los instrumentos del destino.
Stefano, que era un muchacho serio y diligente, continuó sus estudios con provecho y apenas fue un hombre encontró un empleo digno y bien remunerado en un almacén de la ciudad. Mientras tanto, su padre murió víctima de una enfermedad. Su viuda vendió su magnífico velero y el hijo se halló en posesión de una discreta fortuna. El trabajo, las amistades, las distracciones, los primeros amores: ahora Stefano se había hecho ya su vida, pero, a pesar de todo, el pensamiento del colombre lo perseguía como un espejismo a la vez funesto y fascinante; y, con el paso de los días, en vez de desvanecerse, parecía hacerse más insistente.
Grandes son las satisfacciones de la vida laboriosa, holgada y tranquila, pero aún mayor es la atracción del abismo. Apenas había cumplido Stefano veintidós años cuando, tras despedirse de sus amigos y abandonar su empleo, volvió a su ciudad natal y comunicó a su madre su firme intención de seguir el oficio paterno. La mujer, a quien Stefano jamás había hecho mención del misterioso escualo, acogió con júbilo su decisión. En el fondo de su corazón, que su hijo hubiera abandonado el mar por la ciudad siempre le había parecido una puñalada a las tradiciones de la familia.
Y Stefano comenzó a navegar, dando prueba de dotes marineras, de resistencia a las fatigas, de ánimo intrépido. Navegaba, navegaba y en la estela de su carguero, de día y de noche, con bonanza y con tempestad, se afanaba el colombre. Él sabía que aquella era su maldición y su condena, pero quizá por eso mismo no tenía fuerzas para apartarse de ella. Y a bordo nadie veía el monstruo excepto él.
-¿No ven nada por allí? -preguntaba de cuando en cuando a sus compañeros señalando la estela.
-No, no vemos nada. ¿Por qué?
-No sé. Me parecía...
-¿No habrás visto por casualidad un colombre? -decían ellos entre risas al tiempo que tocaban madera.
-¿De qué se ríen? ¿Por qué tocaban madera?
-Porque el colombre es un bicho que no perdona. Y si se pusiera a seguir a esta nave, eso querría decir que uno de nosotros estaba perdido.
Pero Stefano no cedía. La constante amenaza que iba en pos de él parecía más bien multiplicar su voluntad, su pasión por el mar, su arrojo en los momentos de fatiga y peligro.
Una vez se sintió dueño del oficio, con el pequeño caudal que le había dejado su padre adquirió junto con un socio un pequeño vapor de carga, luego se hizo su único propietario y, gracias a una serie de travesías afortunadas, pudo a continuación comprar un verdadero buque mercante y apuntar a metas cada vez más ambiciosas. Pero los éxitos, los millones, no conseguían apartar de su ánimo aquel continuo tormento; y nunca, por otra parte, se le pasó por la cabeza vender y retirarse a tierra para emprender negocios distintos.
Navegar, navegar, ése era su único afán. Apenas ponía pie en cualquier puerto después de largas travesías, en seguida lo espoleaba la impaciencia por partir. Sabía que allá lo esperaba el colombre y que el colombre era sinónimo de perdición. Era inútil. Un impulso indomable lo arrastraba de un océano a otro sin descanso.

Hasta que de pronto un día Stefano reparó en que se había hecho viejo, viejísimo; y ninguno de los que lo rodeaban sabía explicarse por qué, siendo rico como era, no dejaba por fin la azarosa vida del mar. Viejo, y amargamente infeliz, porque toda su existencia se había gastado en aquella especie de loca fuga a través de los mares para escapar de su enemigo. Pero para él siempre había sido más fuerte que la dicha de una vida holgada y tranquila la tentación del abismo.
Y una tarde, mientras su magnífica nave se hallaba fondeada frente al puerto donde había nacido, se sintió próximo a morir. Entonces llamó a su segundo oficial, en quien tenía mucha confianza, y le instó a que no se opusiera a lo que pensaba hacer. El otro se lo prometió por su honor.
Una vez seguro de esto, Stefano reveló al segundo oficial, que lo escuchaba turbado, la historia del colombre que durante casi cincuenta años lo había seguido sin cesar inútilmente.
-Me ha seguido de un confín a otro del mundo -dijo- con una fidelidad que ni el amigo más noble habría podido mostrar. Ahora me voy a morir. También él, ahora, estará terriblemente viejo y cansado. No puedo traicionarlo.
Dicho esto, se despidió, hizo arriar un bote y, después de hacer que le dieran un arpón, partió.
-Ahora voy a su encuentro -anunció-. Es justo que no lo defraude. Pero lucharé con las fuerzas que me quedan.
Con débiles golpes de remo se alejó del barco. Oficiales y marineros lo vieron desaparecer a lo lejos, sobre el plácido mar, envuelto en las sombras de la noche. En el cielo, como una hoz, lucía la luna.
No tuvo que esforzarse mucho. Súbitamente, el horrible hocico del colombre emergió al lado de la barca.
-Aquí me tienes por fin -dijo Stefano-. ¡Ahora es cosa nuestra!
Y, reuniendo sus últimas energías, levantó el arpón para lanzarlo.
-Ah -se quejó con voz suplicante el colombre-, qué largo camino hasta encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuánto me has hecho nadar. Y tú huías, huías. Y nunca has comprendido nada.
-¿Por qué? -dijo Stefano picado en su orgullo.
-Porque no te he seguido por todo el mundo para devorarte, como tú pensabas. El único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte esto.
Y el escualo sacó la lengua, tendiendo al viejo capitán una esfera fosforescente.
Stefano la cogió entre los dedos y miró. Era una perla de tamaño desmesurado. Reconoció en ella la famosa Perla del Mar que procura a quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu. Pero ahora era ya demasiado tarde.
-Ay de mí -dijo meneando tristemente la cabeza-. Qué horrible malentendido. Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia; y he arruinado la tuya.
-Adiós, hombre infeliz -respondió el colombre. Y se sumergió en las aguas negras para siempre.

Dos meses más tarde, empujado por la resaca, un bote arribó a una áspera escollera. Fue avistado por algunos pescadores que, movidos por la curiosidad, se acercaron. En el bote, todavía sentado, había un blanco esqueleto; y, entre sus dedos descarnados, sujetaba un pequeño guijarro redondo.
El colombre es un pez de grandes dimensiones, espantoso a la vista, sumamente raro. Dependiendo de los mares y de los pueblos que habitan las orillas, recibe también el nombre de kolomber, kahloubrha, kalonga, kalu-balu, chalung-gra. Curiosamente, los naturalistas desconocen su existencia. Hay quien sostiene que no existe.


Dino Buzzati

Sennin



Un hombre que quería emplearse como sirviente llegó una vez a la ciudad de Osaka. No sé su verdadero nom­bre, lo conocían por el nombre de sirviente, Gonsuké, pues él era, después de todo, un sirviente para cualquier trabajo.
Este hombre —que nosotros llamaremos Gonsuké— fue a una agencia de colocaciones para cualquier trabajo, y dijo al empleado que estaba fumando su larga pipa de bambú:
—Por favor, señor Empleado, yo desearía ser un sennin1. ¿Tendría usted la gentileza de buscar una fa­milia que me enseñara el secreto de serlo, mientras tra­bajo como sirviente?
El empleado, atónito, quedó sin habla durante un rato, por el ambicioso pedido de su cliente.
—¿No me oyó usted, señor Empleado? —dijo Gon­suké—. Yo deseo ser un sennin. ¿Quisiera usted buscar una familia que me tome de sirviente y me revele el se­creto?
—Lamentamos desilusionarlo —musitó el empleado, volviendo a fumar su olvidada pipa—, pero ni una sola vez en nuestra larga carrera comercial hemos tenido que buscar un empleo para aspirantes al grado de sennin. Si usted fuera a otra agencia, quizá...
Gonsuké se le acercó más, rozándolo con sus presun­tuosas rodillas, de pantalón azul, y empezó a argüir de esta manera:
—Ya, ya, señor, eso no es muy correcto. ¿Acaso no dice el cartel colocaciones para cualquier trabajo? Puesto que promete cualquier trabajo, usted debe conse­guir cualquier trabajo que le pidamos. Usted está min­tiendo intencionalmente, si no lo cumple.
Frente a un argumento tan razonable, el empleado no censuró el explosivo enojo:
—Puedo asegurarle, señor Forastero, que no hay ningún engaño. Todo es correcto —se apresuró a alegar el empleado—, pero si usted insiste en su extraño pe­dido, le rogaré que se dé otra vuelta por aquí mañana. Trataremos de conseguir lo que nos pide.
Para desentenderse, el empleado hizo esa promesa y logró, momentáneamente por lo menos, que Gonsuké se fuera. No es necesario decir, sin embargo, que no tenía la posibilidad de conseguir una casa donde pu­dieran enseñar a un sirviente los secretos para ser un sennin. De modo que al deshacerse del visitante, el em­pleado acudió a la casa de un médico vecino.
Le contó la historia del extraño cliente y le preguntó ansiosamente:
—Doctor, ¿qué familia cree usted que podría hacer de este muchacho un sennin, con rapidez?
Aparentemente, la pregunta desconcertó al doctor. Quedó pensando un rato, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando vagamente un gran pino del jardín. Fue la mujer del doctor, una mujer muy astuta, conocida como la Vieja Zorra, quien contestó por él al oír la historia del empleado.
—Nada más simple. Envíelo aquí. En un par de años lo haremos sennin.
—¿Lo hará usted realmente, señora? ¡Sería maravi­lloso! No sé cómo agradecerle su amable oferta. Pero le confieso que me di cuenta desde el comienzo que algo relaciona a un doctor con un sennin.
El empleado, que felizmente ignoraba los designios de la mujer, agradeció una y otra vez, y se alejó con gran júbilo.
Nuestro doctor lo siguió con la vista; parecía muy contrariado; luego, volviéndose hacia la mujer, le regañó malhumorado:
—Tonta, ¿te has dado cuenta de la tontería que has hecho y dicho? ¿Qué harías si el tipo empezara a que­jarse algún día de que no le hemos enseñado ni una pizca de tu bendita promesa después de tantos años?
La mujer, lejos de pedirle perdón, se volvió hacia él y graznó:
—Estúpido. Mejor no te metas. Un atolondrado tan estúpidamente tonto como tú, apenas podría arañar lo suficiente en este mundo de te comeré o me comerás, para mantener alma y cuerpo unidos.
Esta frase hizo callar a su marido.
A la mañana siguiente, como había sido acordado, el empleado llevó a su rústico cliente a la casa del doctor. Como había sido criado en el campo, Gonsuké se pre­sentó aquel día ceremoniosamente vestido con haori y hakama, quizá en honor de tan importante ocasión. Gon­suké aparentemente no se diferenciaba en manera alguna del campesino corriente: fue una pequeña sorpresa para el doctor, que esperaba ver algo inusitado en la apa­riencia del aspirante a sennin. El doctor lo miró con curiosidad, como a un animal exótico traído de la lejana India, y luego dijo:
—Me dijeron que usted desea ser un sennin, y yo tengo mucha curiosidad por saber quién le ha metido esa idea en la cabeza.
—Bien señor, no es mucho lo que puedo decirle —replicó Gonsuké—. Realmente fue muy simple: cuando vine por primera vez a esta ciudad y miré el gran cas­tillo, pensé de esta manera: que hasta nuestro gran gobernante Taiko, que vive allá, debe morir algún día; que usted puede vivir suntuosamente, pero aun así vol­verá al polvo como el resto de nosotros. En resumidas cuentas, que toda nuestra vida es un sueño pasajero... justamente lo que sentía en ese instante.
—Entonces —prontamente la Vieja Zorra se introdujo en la conversación—, ¿haría usted cualquier cosa con tal de ser un sennin?
—Sí, señora, con tal de serlo.
—Muy bien. Entonces usted vivirá aquí y trabajará para nosotros durante veinte años a partir de hoy y, al término del plazo, será el feliz poseedor del secreto.
—¿Es verdad, señora? Le quedaré muy agradecido.
—Pero —añadió ella—, de aquí a veinte años usted no recibirá de nosotros ni un centavo de sueldo. ¿De acuerdo?
-Sí, señora. Gracias, señora. Estoy de acuerdo en todo.
De esta manera empezaron a transcurrir los veinte años que pasó Gonsuké al servicio del doctor. Gonsuké acarreaba agua del pozo, cortaba la leña, preparaba las comidas y hacía todo el fregado y el barrido. Pero esto no era todo, tenía que seguir al doctor en sus visitas, cargando en sus espaldas el gran botiquín. Ni siquiera por todo este trabajo Gonsuké pidió un solo centavo. En verdad, en todo el Japón, no se hubiera encontrado mejor sirviente por menos sueldo.
Pasaron por fin los veinte años y Gonsuké, vestido otra vez ceremoniosamente con su almidonado haori como la primera vez que lo vieron, se presentó ante los dueños de casa.
Les expresó su agradecimiento por todas las bondades recibidas durante los pasados veinte años.
—Y ahora, señor —prosiguió Gonsuké—. ¿quisieran ustedes enseñarme hoy, como lo prometieron hace veinte años, cómo se llega a ser sennin y alcanzar juventud eterna e inmortalidad?
—Y ahora ¿qué hacemos? —suspiró el doctor al oír el pedido. Después de haberlo hecho trabajar durante veinte largos años por nada, ¿cómo podría en nombre de la humanidad decir ahora a su sirviente que nada sabía respecto al secreto de los sennin? El doctor se desentendió diciendo que no era él sino su mujer quien sabía los secretos.
—Usted tiene que pedirle a ella que se lo diga —con­cluyó el doctor y se alejó torpemente.
La mujer, sin embargo, suave e imperturbable, dijo:
—Muy bien, entonces se lo enseñaré yo, pero tenga en cuenta que usted debe hacer lo que yo le diga, por difícil que le parezca. De otra manera, nunca podría ser un sennin; y además, tendría que trabajar para nosotros otros veinte años, sin paga, de lo contrario, créame, el Dios Todopoderoso lo destruirá en el acto.
—Muy bien, señora, haré cualquier cosa por difícil que sea —contestó Gonsuké. Estaba muy contento y esperaba que ella hablara.
—Bueno —dijo ella—, entonces trepe a ese pino del jardín.
Desconociendo por completo los secretos, sus inten­ciones habían sido simplemente imponerle cualquier ta­rea imposible de cumplir para asegurarse sus servicios gratis por otros veinte años. Sin embargo, al oír la orden, Gonsuké empezó a trepar al árbol, sin vacilación.
—Más alto —le gritaba ella—, más alto, hasta la cima.
De pie en el borde de la baranda, ella erguía el cuello para ver mejor a su sirviente sobre el árbol; vio su haori flotando en lo alto, entre las ramas más altas de ese pino tan alto.
—Ahora suelte la mano derecha.
Gonsuké se aferró al pino lo más que pudo con la mano izquierda y cautelosamente dejó libre la derecha.
—Suelte también la mano izquierda.
—Ven, ven, mi buena mujer —dijo al fin su marido atisbando las alturas—. Tú sabes que si el campesino suelta la rama, caerá al suelo. Allá abajo hay una gran piedra y, tan seguro como yo soy doctor, será hombre muerto.
—En este momento no quiero ninguno de tus pre­ciosos consejos. Déjame tranquila. ¡He! ¡Hombre! Suelte la mano izquierda. ¿Me oye?
En cuanto ella habló, Gonsuké levantó la vacilante mano izquierda. Con las dos manos fuera de la rama ¿cómo podría mantenerse sobre el árbol? Después, cuando el doctor y su mujer retomaron aliento, Gonsuké, y su haori se divisaron desprendidos de la rama, y luego... y luego... Pero ¿qué es eso? ¡Gonsuké se detuvo! ¡se detuvo! en medio del aire, en vez de caer como un ladrillo, y allá arriba quedó, en plena luz del mediodía, suspendido como una marioneta.
—Les estoy agradecido a los dos, desde lo más pro­fundo de mi corazón. Ustedes me han hecho un sennin —dijo Gonsuké desde lo alto.
Se le vio hacerles una respetuosa reverencia y luego comenzó a subir cada vez más alto, dando suaves pasos en el cielo azul, hasta transformarse en un puntito y desaparecer entre las nubes.


Ryunosuke Agutagawa


1 Según la tradición china, el Sennin es un ermitaño sagrado que vive en el corazón de una montaña, y que tiene poderes mágicos como el de volar cuando quiere y disfrutar de una extrema longevidad.

jueves, 13 de agosto de 2009

El pensamiento de Lovecraft


Para Lovecraft lo real es lo irreal convertido en horrendo. Pues lo irreal es una realidad que aún no es o ha dejado de ser. Y en el ser radica lo espantoso, pues ser es no poder salir y, a la vez, estar en un dominio que se va transformando imperceptiblemente por la presión de la muerte (que no es la nada, sino el dominio de todas las posibles virtualidades). Si el hombre es hijo del azar, en la evolución cósmica, es porque el universo también nació del azar. Y este azar nos conducirá, con certidumbre, hacia dolores espantosos que aún no podemos ni presentir, aunque ciertas enfermedades, ciertos suplicios, ciertos horrores de algunos estados mentales aludan a tales padeceres. Si no hubiera ninguna realidad, la paz infinita sería dueña del mundo, pero como hay una irrealidad en movimiento, que sentimos, nunca esa paz será patrimonio del alma. Lo real es irrealidad porque es-dejando-de-ser, y porque lo sabemos, de suerte que todo es precariedad (no abstracta, simple "dejar de ser", sino concreta: convertirse en...). Entonces, los "otros" mundos, de irreales, se transforman en tan reales, si no más reales. Y las "otras" formas de vida, de muerte, de dolor penetran lentamente en nuestro programa. Lenta, pero definitivamente. Por esto, Guardini, ha podido decir que para el hombre del presente cada vez habrá más peligro. Y que la naturaleza, para él, será una naturaleza no natural. Esa "madre terrible" no está reducida a lo que encontramos a nuestro alrededor: nos espía desde la luna, desde la estrella alfa de Centauro, desde la mantis religiosa; pero sobre todo nos trastorna desde las otras metrologías. Pues en realidad -especialmente hablando- no es sino "lo dado" a una metrología que le concierne. Es decir, a un millón de reducciones o de aumentos, no hay "nada" de lo que es real, ahora y aquí, para "nosotros": coro de cabezas que sólo son tales por el convencionalismo de verlas a una misma velocidad y al mismo nivel en que existen.



Lovecraft no habla de alucinaciones, sino como presentimientos. Sometidos a un universo que aún está haciéndose no podemos conducirlo ni dejarlo. Lo que era una garantía (la relación macro-microcosmos, base de la antigua "imagen del mundo") se ha transformado justamente en origen de un doble riesgo (que acontece desde dentro y desde fuera). En Dans l'abîme du temps, los sueños impulsan a un ser humano a viajar a un continente lejano; en un desierto halla ruinas ciclópeas de edades remotísimas, penetra por oscuros corredores, y encuentra una sala y en ella una caja metálica que contiene un documento. No está escrito con jeroglíficos incomprensibles, sino con letras del alfabeto familiar, que forman palabras escritas por la propia mano del incierto "Visitante". Frío glaciar, olor nauseabundo, pérdida de la razón, planos convergentes de una sustancia deslizante, monstruosas perversiones de las leyes geométricas y abismos crepusculares son otras tantas metáforas, otros tantos símbolos de una "situación" de desleimiento hacia formas inexorables e inexpresables. En este tumulto, orgía de lo informe, lo único verdadero es el movimiento que lleva a todo lo -arrojado- en hacia. Un mundo en metamorfosis constante, en el que todos los colores del prisma cuentan, desde el azul celeste al rojo fuego, nos espera. Viviendo el arte paleolítico, la llegada de los primeros hombres a la luna, observando a los monstruos que fosforecen a miles de metros bajo la superficie marina, teniendo mera conciencia de esos océanos, nos deslizamos no hacia la nada sino hacia el horror. Esto y no otra cosa nos cuenta Lovecraft. Aunque, si bien en La Clé d'argent, que puede considerarse como su síntesis de exposición autobiográfica, habla de "un mago perdido en un cementerio" (símbolo de su "yo superior" extraviado por el enfrentamiento continuo o frecuente con su concepción del mundo configurada en visiones y concretada en retratos-parábola), también alude (y se delata) a ciudades y jardines, eternos símbolos de esperanza esa niebla plateada que nunca vibra sobre las densidades opacas de los pétreos mundos lovecraftianos. Porque sabe que la esperanza sería también dinámica, y que "lo que ella trajera" sería para desaparecer, no en la nada sino en el horror, como el propio hombre. Un árbol puede verse como un ser en éxtasis, ser verde bajo lo azul aspirando al (el) cielo. Pero también puede verse como un pulmón jadeante que respira sin mebranas que protejan (y oculten piadosamente) su estructura funcional, su biología. Que un hombre desgarrado por los osos, mostrando al sol la red de las arterias y de los nervios puede constituir "un espectáculo bellísimo" nos lo dicen quienes dan fe de la actitud del espectador en un circo romano. Y la metáfora de que la letra sea del propio visitante, del que llega de un mundo situado a milenios de distancia, en el relato antes citado, expresa que el hombre, en su mente, es el reflejo de todo; la irrealidad sufriente hecha conciencia, solicitada por "ciertas formas o entidades (que) poseen un poder de sugestión capaz de dejarnos entrever innumerables realidades más allá del mundo ilusorio en el que nos encerramos" (Par delà le mur du Sommeil). Si se mantiene, así, con todo, la conexión macro-microcosmos y si el hombre sigue siendo "el mensajero del ser" (Max Scheler) esto no es ya motivo de gloria ni de satisfacción, sino de pavor helado. ¿Dónde estamos? ¿A dónde vamos?


Es evidente que podemos olvidar de pronto a Lovecraft y su teoría pesimista de la vida, no ya de la mera existencia. Pero, ¿podemos olvidar nuestro cuerpo? ¿Quién no ha sentido alguna vez lo extraño de su relación con su cuerpo? Extranjería, ante todo. Luego se transforma, envejece, se dispone diariamente a morir y da un paso hacia la disgregación y la corrupción. ¿Dominación del universo? Sí, o dominación del hombre por el universo. Este dilema es el que plantea Lovecraft de muchos modos en sus libros temblorosos, en los que la inteligencia, con su precisión, reservando el "golpe final" para sorpresa y quebranto del lector, resulta ingenua ante la evidencia del estado en que se halla el propio autor, que sólo busca compañeros en su terror, o que hace signos de advertencia a las generaciones futuras. No sólo habla de mundos futuros, sino también pasados. Y halla el espanto de la alteridad de lo que fue y en el cómo fue, de igual modo que en la posibilidad de lo que adviene, o de lo que ya vigila en torno nuestro. La música, los perfumes, las fórmulas, a falta de otra cosa le sirven (esos viejos utensilios de la magia tradicional) para abrir las tres dimensiones del espacio ordinario. Se diría simismo que, aproximándonos a lo horrible (crímenes, canibalismo, transplantes de cerebros, vampirismo, dominación por entes de otros mundos) intenta acostumbrarnos a ello y, en cierto modo domesticarlo. Así es como, según se dice, algunas enfermedades, al hacerse más frecuentes, resultan menos virulentas. Pero Lovecraft, como Kafka, y a diferencia de Poe, no es activamente cruel. Su crueldad, de existir, se ha trasvasado a la materia de sus obras y actúa desde ellas. No hay gatos con ojos extraídos por venganza narrada por el autor. Lo terrible antes aludido se cuenta con horror. Sucede. Y ésta es la palabra-resumen del artista, que en ello lo es: en comunicar la implacable movilidad con que lo inaceptable acontece. O, mejor, aconteció en un prototiempo. Y ya no cabe huir de las ruedas de la máquina. Los sueños en que la doctrina del irrealismo transforma la realidad son sueños de espanto y Hamlet hacía bien en temerlos cuando, estilete en mano, se preguntaba: Ser... o no ser. Y no se atrevía a buscar la "segunda solución" que, sin embargo, advendría y se apoderaría de su cuerpo (y de su alma, acaso, sí, para Lovecraft) como aconteciera con Yorick. En Shakespeare hay sobresaltos que se encarnan en frases cortas: los relámpagos de esa luz quiso, en su grieta mural, trabajarlos Lovecraft para convertirlos en la única luz, por creer que son la única luz de éste y de todos los mundos.


A esa tarea dedicó su trabajo, cuyo mérito, según Bergier, es el "haber conquistado para la imaginación humana inmensos dominios en los que nunca se había aventurado... mito que expresa la grandeza y el horror del cosmos, no sólo a la escala humana, sino a la de toda inteligencia, aunque su forma exterior no se asemeje a la nuestra". Dentro de su subjetivismo, de su mentalismo absoluto, Lovecraft habla como un científico o como un cronista de la nueva realidad con que hemos de enfrentarnos. Su obra es el testimonio de una experiencia, pero sobre todo es el umbral tremendo de una fase de la Aventura.




Howard Phillips Lovecraft nació en 1890 y murió en 1937. Vivió en Providencia (Rhode Island, Estados Unidos) y, según se desprende del prefacio de Jacques Bergier para Démons et Merveilles (París, Deux Rives, 1955) se ganó probablemente la subsistencia como corrector de estilo. Una bibliografía elemental está constituida por el prefacio arriba citado, por el artículo del mismo autor -Jacques Bergier- en Critique, H.P. Lovecraft (noviembre de 1954) y por el anterior texto de August Delerth, H.P. Lovecraft, a Memoir (Nueva York, Abramson,1947). Narra Bergier, refiriéndose sin duda al último periodo de la vida de Lovecraft que, cuando amigos suyos quisieron que se ganara mejor la existencia escribiendo obras "aceptables" y "normales", en un inglés perfecto el autor de los relatos revelaba su ignorancia de los detalles más ordinarios de la vida cotidiana. Cuando los editores le escrbían asombrados respondía: "Me excuso, la pobreza, las preocupaciones y el exilio me han hecho olvidar todo esto". Esta palabra, exilio, subrayada por nosotros, justifica que Serge Hutin, en Les Gnostiques (París, P.U.F., 1959) después de indicar que el gnosticismo, no es, en sí, una religión, sino "un sentimiento del mundo", y que reaparece en las épocas de crisis y de pesimismo total, juzque a Lovecrat como gnóstico. Las ideas de omnipresencia del Mal, de necesidad de evasión y el sentimiento de radical extranjería en la tierra son los "síntomas" esenciales de la enfermedad gnóstica. Esta es, pues, la actitud opuesta a la de Tagore que dice: "Sé que también amaré a la muerte". El gnóstico responde afirmativamente a la interrogación de Azorín: "¿No es, acaso, que todo tiene un alma y que esa alma pide liberación?"; pero sabe que esa alma es terrible.


Como escritor, Lovecraft se halla en el centro de una doble polaridad: literatura fantástica o de terror-literatura de "anticipación" o ciencia-ficción; ocultismo (aunque lo rechazara) y ciencia (aun cuando no fuese un científico profesional), ya que, según quienes le conocieron, tenía una inmensa cultura formada al azar de sus anhelos intelectuales: sabía de ciencias naturales, altas matemáticas, arqueología y un "número incalculable de idiomas, comprendidas cuatro lenguas africanas y dialectos" (Bergier). Conocía, además, muy bien el psicoanálisis, en el que apenas creía. Dadas las trayectorias, o coordenadas, que hemos señalado nos parece útil indicar algunos precedentes con sus fechas, en relación con la obra de Lovecraft. E.T.A. Hoffman, creador del género o, al menos, importante hito en el mismo nació en 1776 y murió en 1822; su obra corresponde, pues, al primer cuarto del siglo XIX. Más tardío es Edgar Poe (1809-1849), cuyos Tales of the Grotesque and Arabesque son de 1840-1846. En otro espíritu, no puede olvidarse un aspecto de Verne (1828-1905), cuyos libros De la terre à la lune y Vingt mille lieus sous les mers datan, respectivamente de 1865 y 1869-70. Más tarde encontramos a H.G. Wells (1866-1946), cuya Guerra de los mundos es de 1898 y Los primeros hombres en la luna de 1901. Respecto al ocultismo, no cabe citar aquí antecedentes reales o supuestos; pero la "obra" que posee un "clima" en ocasiones más próximo al de ciertos relatos de Lovecraft es, sin duda, La doctrina secreta (1888) de Helena Petrovna Blavatsky (1831-1891). Finalmente, como antecedente directo, y al parecer auténtico, de cierta temática de Lovecraft hallamos la extraña obra de Charles Hoy Fort (1874-1932), titulada en francés Le Livre des Damnés, editada en París en 1955, pero publicada en Nueva York ya en 1919, libro al que Pauwels y Bergier hacen frecuentes alusiones en Le Matins des Magiciens (París, N.R.F., 1960). Esta obra, que construye una teoría del mundo como "realismo fantástico" no deja de tener apoyos en el realismo abierto de Gaston Bachelard (1884-1962) e incluso en algunas teorías cosmogónicas de Teilard de Chardin (1881-1955).

Las obras de Lovecraft serían escritas en 1920-1935, por consiguiente después de casi todo lo citado, pero antes del gran periodo de realización que se abre a la terminación de la segunda guerra mundial: exploración de abismos subterráneos por Cousteau y Piccard (descenso a más de 11.500 metros en 1960); salida al espacio exterior (primer sputnik, 1957; primer vuelo espacial tripulado, 1961); trasplante de órganos vitales, cibernética, biónica y nuevas concepciones de la materia, la electricidad, la biología, etc., aunque la mayoría de estas "realizaciones" seguramente habían sido ya expuestas por teóricos precursores (por ejemplo, el ruso Tsiolkowski, 1857-1935, escribió y publicó, en 1903, un Estudio sobre la exploración del espacio exterior por medio de aparatos a reacción). Pero no olvidemos que la obra de Lovecraft utiliza todos estos elementos mejor que los sirve. Retornando a la documentación, es decir, a las citas, nos permitimos transcribir, por creerlas de sumo interés, la opinión del ya citado Serge Hutin sobre Lovecraft en su libro Les Gnostiques: "Caso límite (dentro de esta constante o regresión al gnosticismo) es el de H.P. Lovecraft (1890-1937), autor de alucinantes cuentos fantásticos. En Lovecraft, la angustia ante la condición humana adquiere una amplitud vertiginosa: vivamente afectado por las inquietantes perspectivas abiertas por la exploración de los abismos del tiempo (la arqueología, por el momento; Lovecraft soñaba con una máquina que hiciera reversible la temporalidad), del espacio y del espíritu, el escritor extiende el terror más allá del continuum espacio-temporal, a una multitud de universos continuos y discontinuos. En todas partes hallamos seres de espanto -clasificados en genealogías grandiosas y complicadas- (por aquí Lovecraft parece relacionarse con el Blake, 1757-1827, de Urizen (1794), que se enfrentan sin cesar en titánicas luchas. Algunos de estos monstruos crearon la vida en nuestro sistema solar "por burla o por error". La realidad en que vivimos es sólo una pompa de jabón sobre abismos horrendos -temporales y espaciales- en los que el hombre puede caer a la menor imprudencia".

Queda para un estudio analítico descifrar la "originalidad" de los temas de Lovecraft, algunos de los cuales siguen a Poe (el muerto que, por un procedimiento x continúa en aparente vida: El caso de M. Valdemar, de Poe; y Air froid, de Lovecraft). También el recurso de sugerir arcanos insondables por la mención de títulos de una biblioteca (ocultista): Unaussprechlichen Kulten de Von Juntz, el Necronomicon de Abdul Alhazred, Culte des Goules del conde d'Erlette, de Vermis Mysteriis de Ludwig Prinn (Lovecraft) lo emplea Poe en La caída de la casa Usher. Objetos irracionales fueron aludidos por Lord Dunsany; cambios de personalidad y supervivencia a lo largo de siglos pertenecen a la "tradición" del vampirismo. Pero lo importante en Lovecraft es la síntesis de todos estos elementos para hacer de ello un mundo fascinante y terrible. En cuanto a la coinicidencia de Lovecraft con algunas concepciones de la ciencia, citaremos un aspecto lo bastante representativo para que no sea preciso insistir. Dice el novelista: "Que poco conoce el yo terrestre de la vida y de su amplitud. Qué poco debe conocer para la paz de su alma". Y el biólogo y genético, materialista, Haldane (citado por Bergier) dijo: "El universo no sólo es más extraño de cuanto podemos imaginar". Extraño debe tomarse aquí en el doble sentido de ignoto y de capaz de infundir terror, pues, en lo conocido, sabemos que existe la dualidad (el cordero y el tigre, la rosa y el escorpión) luego en lo ignoto las dos fuerzas antagónicas seguirán actuando eternamente. Consignemos por último que, lustros antes de la bomba de Hiroshima, Lovecraft, en Arthur Jermyn ("Je suis d'ailleurs"), dice: "La ciencia, cuyas terribles revelaciones ya nos abruman, tal vez será la exterminadora definitiva de la especie humana". Hay pues, profetismo en Lovecraft como lo hay en Kafka; pero el de Kafka se enfrenta sólo con la existencia humana (metafísica o antimetafísica, tradición, cultura y psicología de la conducta y de la sociedad), mientras que Lovecraft toma por asunto la totalidad de relaciones (biología, otros universos, interrelaciones de espacios y tiempos, etc.) Lo mismo habla de máquinas y de cyborgs (un cerebro humano insertado en un tubo de metal, dotado de equivalentes de los "sentidos" y preparado para el viaje de miles de años a otra galaxia) que cita fórmulas de magia: OGTHROD AI'F GEB'L - EE'H YOG - SOTHOTH'NGAH'NG AI'Y ZHRO, o epigrafía clásica: DIV... OPS... MAGNA... MAT, en un contexto que la torna explicativa de algo sin nombre (Les rats dans les murs). Cree que una "entidad cósmica" puede introducirse en un cuerpo humano y habitarlo hasta que la tensión lo haga estallar y, desde el exterior, se dé a ello el nombre de locura. Admite la supervivencia de seres o de fuerzas de edades remotísimas y cita conjunciones de acontecimientos anómalos (en lo que sigue a Hoy Fort) y (en lo que es personal) series paralelas de hechos, en lo subjetrivo imaginario (sueños) y en lo real exterior. Busca destruir la sensación de seguridad del hombre normal y afirmar la apertura de la realidad hacia aquello que todavía no tiene nombre.



Juan Eduardo Cirlot