jueves, 19 de noviembre de 2009

El oficio de escribir según García-Márquez


Empecé a escribir por casualidad, quizá sólo para demostrarle a un amigo que mi generación era capaz de producir escritores. Después caí en la trampa de seguir escribiendo por gusto y luego en la otra trampa de que nada me gustaba más en el mundo que escribir.


Has dicho que escribir es un placer. También has dicho que es un sufrimiento. ¿En qué quedamos?

Las dos cosas son ciertas. Cuando estaba comenzando, cuando estaba descubriendo el oficio, era un acto alborozado, casi irresponsable. En aquella época, recuerdo, después de que terminaba mi trabajo en el periódico, hacia las dos o tres de la madrugada, era capaz de escribir cuatro, cinco, hasta diez páginas de un libro. Alguna vez, de una sola sentada, escribí un cuento.


¿Y ahora?

Ahora me considero afortunado si puedo escribir un buen párrafo en una jornada. Con el tiempo el acto de escribir se ha vuelto un sufrimiento.


¿Por qué? Uno diría que con el mayor dominio que tienes del oficio, escribir debe resultarte más fácil.

Lo que ocurre simplemente es que va aumentando el sentido de la responsabilidad. Uno tiene la impresión de que cada letra que escribe tiene ahora una resonancia mayor, que afecta a mucha más gente.


Quizá es una consecuencia de la fama. ¿Tanto te incomoda?

Me estorba, lo peor que le puede ocurrir a un hombre que no tiene vocación para el éxito literario, en un continente que no estaba preparado para tener escritores de éxito, es que sus libros se vendan como salchichas. Detesto convertirme en un espectáculo público. Detesto la televisión, los congresos, las conferencias, las mesas redondas...


¿Las entrevistas?

También. No, el éxito no se lo deseo a nadie. Le sucede a uno lo que a los alpinistas, que se matan por llegar a la cumbre y cuando llegan, ¿qué hacen? Bajar, o tratar de bajar discretamente, con la mayor dignidad posible.


Cuando eras joven y tenías que ganarte la vida con otros oficios, ¿escribías de noche, fumando mucho?

Cuarenta cigarrillos diarios.


¿Y ahora?

Ahora no fumo, y trabajo sólo de día.


¿Por la mañana?

De nueve a tres de la tarde, en un cuarto sin ruidos y con buena calefacción. Las voces y el frío me perturban.


Te angustia, como a otros escritores, ¿la hoja en blanco?

Sí, es la cosa más angustiosa que conozco después de la claustrofobia. Pero esa angustia acabó para mí en cuanto leí un consejo de Hemingway, en el sentido de que se debe interrumpir el trabajo sólo cuando uno sabe cómo continuar al día siguiente.


¿Cuál es, en tu caso, el punto de partida de un libro?

Una imagen visual. En otros escritores, creo, un libro nace de una idea, de un concepto. Yo siempre parto de una imagen. La siesta del martes, que considero mi mejor cuento, surgió de la visión de una mujer y de una niña vestidas de negro y con un paraguas negro, caminando bajo un sol ardiente en un pueblo desierto. La Hojarasca es un viejo que lleva a su nieto a un entierro. El punto de partida de El Coronel no tiene quien le escriba es la imagen de un hombre esperando una lancha en el mercado de Barranquilla. La esperaba con una especie de silenciosa zozobra. Años después yo me encontré en París esperando una carta, quizá un giro, con la misma angustia y me identifiqué con el recuerdo de aquél hombre.


¿Y cuál fue la imagen visual que sirvió de punto de partida para "Cien años de soledad"?

Un viejo que lleva a un niño a conocer el hielo exhibido como curiosidad de circo.


¿Era tu abuelo, el Coronel Márquez?

Sí.


¿El hecho está tomado de la realidad?

No directamente, pero sí está inspirado en ella. Recuerdo que, siendo muy niño, en Aracataca, donde vivíamos, mi abuelo me llevó a conocer un dromedarioen el circo. Otro día, cuando le dije que no había visto el hielo, me llevó al campamento de la compañía bananera, ordenó abrir una caja de pargos congelados y me hizo meter la mano. De esa imagen parte todo Cien años de soledad.


Asociaste, pues, dos recuerdos en la primera fase del libro. ¿Cómo dice exactamente?

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.


En general, a la primera frase de un libro le asignas mucha importancia. Me dijiste que a veces te llevaba más tiempo escribir esta primera frase que todo el resto. ¿Por qué?

Porque la primera frase puede ser el laboratorio para establecer muchos elementos del estilo, de la estructura y hasta de la longitud del libro.


¿Te lleva mucho tiempo escribir una novela?

Escribirla, en sí, no. Es un proceso más bien rápido. En menos de dos años escribí Cien años de soledad. Pero antes de sentarme a la máquina duré 15 ó 17 años pensando en ese libro.


Y duraste un tiempo igual madurando "El Otoño del Patriarca". ¿Cuántos años esperaste para escribir "La crónica de una muerte anunciada"?

Treinta años.


¿Por qué tanto tiempo?

Cuando ocurrieron los hechos, en 1951, no me interesaron como material de novela sino como reportaje. Pero aquél era un género poco desarrollado en Colombia en esa época, y yo era un periodista local al que tal vez no le hubiera interesado el asunto. Empecé a pensar el caso en términos literarios varios años después, pero siempre tuve en cuenta la contrariedad que le causaba a mi madre la sola idea de ver a tanta gente amiga, e inclusive a algunos parientes, metidos en un libro escrito por un hijo suyo. Sin embargo, la verdad de fondo es que el tema no me arrastró de veras sino cuando descubrí, después de pensarlo muchos años, lo que me pareció el elemento esencial: que los dos homicidas no querían cometer el crimen y habían hecho todo lo posible para que alguien se lo impidiera, y no lo consiguieron. Es eso, en última instancia, lo único realmente nuevo que tiene este drama, por lo demás bastante corriente en América Latina. Una causa posterior de la demora fue de carácter estructural. En realidad, la historia termina casi 25 años después del crimen, cuando el esposo regresa con la esposa repudiada, pero para mí fue siempre evidente que el final del libro tenía que ser la descripción minuciosa del crimen. La solución fue introducir un narrador -que por primera vez soy yo mismo- que estuviera en condiciones de pasearse a su gusto al derecho y al revés en el tiempo estructural de la novela. Es decir, al cabo de 30 años, descubrí algo que muchas veces se nos olvida a los novelistas: que la mejor fórmula literaria es siempre la verdad.


Hemingway decía que no se debía escribir sobre un tema ni demasiado pronto, ni demasiado tarde. ¿No te ha preocupado guardar tantos años una historia en tu cabeza sin escribirla?

En realidad, nunca me ha interesado una idea que no resista muchos años el abandono. Si es tan buena como para resistir los 18 años que esperó Cien años de soledad, los 17 de El otoño del patriarca y los 30 de la Crónica de una muerte anunciada, no me queda más remedio que escribirla.


¿Tomas notas?

Nunca, salvo apuntes de trabajo. Sé por experiencia que cuando se toman notas uno termina pensando para las notas y no para el libro.


¿Corriges mucho?

En ese aspecto, mi trabajo ha cambiado mucho. Cuando era joven, escribía de un tirón, sacaba copias, volvía a corregir. Ahora voy corrigiendo línea por línea a medida que escribo, de suerte que al terminar la jornada tengo una hoja impecable, sin manchas ni tachaduras, casi lista para llevar al editor.


¿Rompes muchas hojas?

Una cantidad inimaginable. Yo empiezo una hoja a máquina...


¿Siempre a máquina?

Siempre. En máquina eléctrica. Y cuando me equivoco o no me gusta la palabra escrita, o simplemente cuando cometo un error de mecanografía, por una especie de vicio, de manía, de escrúpulo, dejo la hoja a un lado y pongo otra nueva. Puedo gastar hasta quinientas hojas para escribir un cuento de doce. Es decir: no he podido sobreponerme a la manía de que un error mecanográfico me parece un error de creación.


Muchos escritores son alérgicos a la máquina eléctrica. ¿Tú no?

No, estoy tan compenetrado con ella, que no podría escribir sino en máquina eléctrica. En general, creo que se escribe mejor cuando se dispone en todo sentido de condiciones confortables. No creo en el mito romántico de que el escritor debe pasar hambre, debe estar jodido, para producir. Se escribe mejor habiendo comido bien y con una máquina eléctrica.


Rara vez hablas en tus entrevistas de tus libros en proceso, ¿por qué?

Porque forman parte de mi vida privada. La verdad es que siento un poco de compasión por los escritores que cuentan en entrevistas el argumento de su próximo libro. Es una prueba de que las cosas no les están saliendo bien, y se consuelan resolviendo en la prensa los problemas que no han podido resolver en la novela.


¿Pero del libro en proceso sueles hablar mucho con tus amigos más cercanos?

Sí, los someto a un trabajo agotador. Cuando estoy escribiendo una cosa, hablo mucho de ella. Es una manera de descubrir dónde están los terrenos firmes y los terrenos flojos. Una manera de orientarme en la oscuridad.


¿Hablas pero casi nunca das a leer lo que estás escribiendo?

Nunca. Yo lo he resuelto como si fuera una superstición. Creo, en realidad, que en el trabajo literario uno siempre está solo. Como un náufrago en medio del mar. Nadie pude ayudarle a uno a escribir lo que está escribiendo.


¿Cuál es para ti, el sitio ideal para escribir?

Lo he dicho varias veces: una isla desierta por la mañana y la gran ciudad por la noche. Por la mañana, necesito silencio. Por la noche, un poco de alcohol y buenos amigos para conversar. Siempre tengo la necesidad de estar en contacto con la gente de la calle y bien enterado de la actualidad. Todo esto corresponde a lo que quiso decir William Faulkner cuando declaró que la casa perfecta para un escritor era un burdel, pues en las horas de la mañana hay mucha calma y en cambio en las noches hay fiesta.


Hablemos de todo el lado artesanal del oficio de escribir. En este largo aprendizaje que ha sido el tuyo, ¿podrías decirme quiénes te han sido útiles?

En primer término, mi abuela. Me contaba las cosas más atroces sin conmoverse, como si fuera una cosa que acabara de ver. Descubrí que esa manera imperturbable y esa riqueza de imágenes era lo que más contribuía a la verosimilitud de sus historias. Usando el mismo método de mi abuelita, escribí Cien años de soledad.


¿Fue ella la que te permitió descubrir que ibas a ser escritor?

No, fue Kafka que, en alemán, contaba las cosas de la misma manera que mi abuela. Cuando yo leí a los diecisiete años La Metamorfosis, descubrí que iba a ser escritor. Al ver que Gregorio Samsa podía desperatrse una mañana convertido en un gigantesco escarabajo, me dije: "Yo no sabía que esto era posible hacerlo. Pero si es así, escribir me interesa".


¿Por qué te llamó tanto la atención? ¿Por la libertad de poder inventar cualquier cosa?

Por lo pronto comprendí que existían en la literatura otras posibilidades que las racionalistas y muy académicas que había conocido hasta entonces en los manuales del liceo. Era como despojarse de un cinturón de castidad. Con el tiempo descubrí, no obstante, que uno no puede inventar o imaginar lo que le da la gana, porque corre el riesgo de decir mentiras, y las mentiras son más graves en la literatura que en la vida real. Dentro de la mayor arbitrariedad aparente, hay leyes. Uno puede quitarse la hija de parra racionalista, a condición de no caer en el caos, en el irracionalismo total.


¿En la fantasía?

Sí, en la fantasía.


La detestas. ¿Por qué?

Porque creo que la imaginación no es sino un instrumento de elaboración de la realidad. Pero la fuente de creación al fin y al cabo es siempre realista. Y la fantasía, o sea la invención pura y simple, a lo Walt Disney, sin ningún asidero en la realidad, es lo más detestable que pueda haber. Recuerdo que alguna vez, interesado en escribir un libro de cuentos infantiles, te mandé como prueba El mar del tiempo perdido. Con la franqueza de siempre, me dijiste que no te gustaba, y creías que era una limitación tuya: la fantasía no te decía nada. Pero el argumento me resultó demoledor porque tampoco a los niños les gusta la fantasía. Lo que les gusta, por supuesto, es la imaginación. La diferencia que hay entre la una y la otra es la misma que hay entre un ser humano y el muñeco de un ventrílocuo.


Después de Kafka, ¿qué otros escritores te han sido útiles desde el punto de vista del oficio y de sus trucos?

Hemingway.


A quien no consideras un buen novelista.

A quien no considero un buen novelista, pero sí un excelente cuentista. O el consejo de que un cuento, como el iceberg, debe estar sustentado en la parte que no se ve: en el estudio, la reflexión, el material reunido y no utilizado directamente en la historia. Sí, Hemingway le enseña a uno muchas cosas, inclusive a saber cómo un gato dobla una esquina.


Greene te enseñó también algunas cosas. Lo hemos hablado alguna vez.

Sí, Graham Greene me enseñó nada menos que ha descifrar el trópico. A uno le cuesta mucho trabajo separar los elementos esenciales para hacer una síntesis poética en un ambiente que conoce demasiado, porque sabe tanto que no sabe por donde empezar, y tiene tanto que decir que al final no sabe nada. Ese era mi problema con el trópico. Yo había leído con mucho interés a Cristobal Colón, a Pigafetta y a los cronistas de Indias, que tenían una visión original, y había leído a Salgari y a Conrad y a los tropicalistas latinoamericanos de principios del siglo que tenían los espejuelos del modernismo, y a muchos otros, y encontrba una distancia muy grande entre su visión y la realidad. Algunos incurrían en enumeraciones que paradójicamente cuando más se alargaban más limitaban su visión. Otros, ya lo sabemos, sucumbían a la hecatombe retórica. Graham Geene resolvió ese problema literario de un modo muy certero: con unos pocos elementos dispersos, pero unidos por una coherencia subjetiva muy sutil y real. Con ese método se puede reducir todo el enigma del trópico a la fragancia de una guayaba podrida.


¿Hay alguna enseñanza útil que recuerdas haber recibido?

Una que le escuché a Juan Bosch en Caracas, hace como veinticinco años. Dijo que el oficio de escritor, sus técnicas, sus recursos estructurales y hasta su minuciosa y oculta carpintería hay que aprenderlos en la juventud. Los escritores somos como los loros que no aprendemos a hablar después de viejos.


En definitiva, ¿el periodismo te ha servido de algo en el oficio literario?

Sí, pero no como se ha dicho a encontrar un lenguaje eficaz. El periodismo me enseñó recursos para darle validez a mis historias. Ponerle sábanas (sábanas blancas) a Remedios la bella para hecerla subir al cielo, o darle una taza de chocolate (de chocolate y no de otra bebida) al padre Nicanor Reina antes de que se eleve diez centímetros del suelo, son recursos o precisiones de periodista, muy útiles.


Siempre fuiste un apasionado del cine. ¿Puede enseñarle recursos útiles a un escritor?

Pues no sabría decirte. En mi caso, el cine ha sido una ventaja y una limitación. Me enseñó, sí, a ver en imágenes. Pero al mismo tiempo compruebo ahora que en todos mis libros anteriores a Cien años de soledad hay un inmoderado afán de visualización de los personajes y las escenas, y hasta una obsesión por indicar puntos de vistas y encuadres.


Estás pensando, sin duda, en "El coronel no tiene quien le escriba"

Sí, es una novela cuyo estilo parece el de un guión cinematográfico. Los movimientos de los personajes son como perseguidos por una cámara. Y cuando vuelvo a leer el libro, veo la cámara. Hoy creo que las soluciones literarias son diferentes a las soluciones cinematográficas.


¿Por qué das tan poca importancia al diálogo en tus libros?

Porque el diálogo en lengua castellana resulta falso. Siempre he dicho que en este idioma ha habido una gran distancia entre el diálogo hablado y el diálogo escrito. Un diálogo castellano que es bueno en la vida real no es necesariamente bueno en las novelas. Por eso lo trabajo tan poco.


Antes de escribir una novela ¿sabes con exactitud lo que va a ocurrirle a cada uno de los personajes?

Sólo de una manera general. En el curso del libro ocurren cosas imprevisibles. La primera idea que tuve del coronel Aureliano Buandía es que se trataba de un veterano de nuestras guerras civiles que moría orinando debajo de un árbol.


Mercedes me contó que sufriste mucho cuando murió.

Sí, yo sabía que en un momento dado tenía que matarlo, y no me atrevía. El coronel estaba viejo ya, haciendo pescaditos de oro. Y una tarde pensé: "ahora si se jodío!" Tenía que matarlo. Cuando terminé el capítulo, subí temblando al segundo piso de la casa donde estaba Mercedes. Supo lo que había ocurrido cuando me vio la cara: "Ya se murió el coronel", dijo. Me acosté en la cama y duré llorando dos horas.


¿Qué es para tí la inspiración? ¿Existe?

Es una palabra desprestigiada por los románticos. Yo no la concibo como un estado de gracia ni como un soplo divino, sino como una reconciliación con el tema a fuerza de tenacidad y dominio. Cuando se quiere escribir algo, se establece una especie de tensión recíproca entre uno y el tema, de modo que uno atiza el tema y el tema lo atiza a uno. Hay un momento en que todos los obstáculos se derrumban, todos los conflictos se apartan, y a uno se le ocurren cosas que no había soñado, y entonces no hay en la vida nada mejor que escribir. Eso es lo que yo llamaría inspiración.


Te ocurre, a veces, en el curso de un libro, ¿perder este estado de gracia?

Sí, y entonces vuelvo a reconsiderar todo desde el principio. Son las épocas en que compongo con un destornillador las cerraduras y los enchufes de la casa, y pinto las puertas de verde, porque el trabajo manual ayuda a veces a vencer el miedo a la realidad.


¿Dónde puede estar la falla?

Generalmente responde a un problema de estructura.


¿Puede a veces ser un problema muy grave?

Tan grave que me obliga a empezar todo de nuevo. El otoño del patriarca lo suspendí en México, en 1962, cuando llevaba casi 300 cuartillas, y lo único que se salvó de ellas fue el nombre del personaje. La reanudé en Barcelona en 1968, trabajé mucho durante seis meses, y la volví a suspender porque no estaban muy claros algunos aspectos morales del protagonista, que es un dictador muy viejo. Como dos años después compré un libro sobre cacería en el África porque me interesaba el prólogo escrito por Hemingway. El prólogo no valía la pena, pero seguí leyendo el capítulo sobre los elefantes, y allí estaba la solución de la novela. La moral de mi dictador se explicaba muy bien por ciertas costumbres de los elefantes.


¿Tuviste otros problemas, fuera de los relacionados con la estructura y la psicología del personaje central?

Sí, hubo un momento en que descubrí algo muy grave: no conseguía que hiciera calor en la ciudad del libro. Era grave, porque se trataba de una ciudad en el Caribe, donde debía hacer un calor tremendo.


¿Cómo lo resolviste?

Lo único que se me ocurrió fue cargar con toda mi familia para el Caribe. Estuve errando por allí casi un año, sin hacer nada. Cuando regresé a Barcelona, donde estaba escribiendo el libro, sembré algunas plantas, puse algún olor, y logré por fin que el lector sintiera el calor de la ciudad. El libro terminó sin más tropiezos.


¿Qué pasa cuándo el libro que escribes se está terminando?

Deja de interesarme para siempre. Como decía Hemingway, es un león muerto.


Has dicho que toda buena novela es una transposición poética de la realidad. ¿Podrías explicar este concepto?

Sí, creo que una novela es una representación cifrada de la realidad, una especie de adivinanza del mundo. La realidad que se maneja en una novela es diferente a la realidad de la vida, aunque se apoye en ella. Como ocurre con los sueños.


El tratamiento de la realidad en tus libros, especialmente en "Cien años de soledad" y en "El otoño del patriarca", ha recibido su nombre, el de realismo mágico. Tengo la impresión de que tus lectores europeos suelen advertir la magia de las cosas que tú cuentas, pero no ven la realidad que las inspira...

Seguramente porque su racionalismo les impide ver que la realidad no termina en el precio de los tomates o de los huevos. La vida cotidiana en América Latina nos demuestra que la realidad está llena de cosas extraordinarias. A este respecto suelo siempre citar al explorador norteamericano F.W. Up de Graff, que a fines del siglo pasado hizo un viaje increíble por el mundo amazónico en el que vió, entre otras cosas, un arroyo de agua hirviendo y un lugar donde la voz humana provocaba aguaceros torrenciales.. En Comodoro Rivadavia, en el extremo sur de la Argentina, vientos del polo se llevaron por los aires un circo entero. Al día siguiente, los pescadores sacaron en sus redes cadáveres de leones y jirafas. En Los funerales de la Mamá Grande cuento un inimaginable, imposible viaje del Papa a una aldea colombiana. Recuerdo haber descrito al presidente que lo recibía como calvo y rechoncho. Después de escrito Cien años de soledad, apareció en Barranquilla un muchacho confesando que tiene cola de cerdo. Basta abrir los periódicos para saber que entre nosotros cosas extraordinarias ocurren todos los días. Conozco gente del pueblo raso que ha leído Cien años de soledad con mucho gusto y con mucho cuidado, pero sin sorpresa alguna, pues al fin y al cabo no les cuento nada que no se parezca a la vida que ellos viven.


Entonces, ¿todo lo que pones en tus libros tiene una base real?

No hay una línea en mis novelas que no esté basada en la realidad.


¿Estás seguro? En "Cien años de soledad" ocurren cosas bastante extraordinarias. Remedios la bella sube al cielo. Mariposas amarillas revolotean en torno a Mauricio Babilonia...

Todo ello tiene una base real.


Por ejemplo...

Por ejemplo, Mauricio Babilonia. A mi casa de Aracataca, cuando yo tenía unos cinco años de edad, vino un día un electricista para cambiar el contador. Lo recuerdo como si fuera ayer porque me fascinó la correa con que se amarraba a los postes para no caerse. Volvió varias veces. Una de ellas, encontré a mi abuela tratando de espantar una mariposa con un trapo y diciendo: "Siempre que este hombre viene a casa se mete esa mariposa amarilla". Ese fue el embrión de Mauricio Babilonia.


¿Y Remedios la bella? ¿Cómo se te ocurrió enviarla al cielo?

Inicialmente había previsto que desapareciera cuando estaba bordando en el corredor de la casa con Rebeca y Amaranta. Pero este recurso, casi cinematográfico, no me parecía aceptable. Remedios se me iba a quedar de todas maneras por allí. Entonces se me ocurrió hacerla subir al cielo en cuerpo y alma. ¿El hecho real? Una señora cuya nieta se había fugado de madrugada y que para ocultar esta fuga, decidió correr la voz de que su nieta se había ido al cielo.


¿Has contado en alguna parte que no fue fácil hacerla volar?

No, no subía. Yo estaba desesperado porque no había manera de hacerla subir. Un día, pensando en este problema, salí al patio de mi casa. Había mucho viento. Una negra muy grande y muy bella que venía a lavar la ropa estaba tratando de tender sábanas en una cuerda. No podía, el viento se las llevaba. Entonces tuve una iluminación. "Ya está", pensé. Remedios la bella necesitaba sábanas para subir al cielo. En este caso, las sábanas eran el elemento aportado de la realidad. Cuando volví a la máquina de escribir, Remedios la bella subió, subió y subió sin dificultad. Y no hubo Dios que la parara.



El olor de la guayaba. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza.