¿Dónde está, en nuestra rigurosa actualidad, el escritor? Cada vez que evocamos a uno de los "de antes", cada vez que se nos muere algún superviviente del anteayer heroico y hermoso, vamos comprendiendo que nos estamos quedando solos.
La sociedad del joven escritor, sus ambiciones, su función, su juego, su tarea van cambiando radicalmente. Yo no me meto a decir si aquello era mejor que esto o al contrario. Estas son simples apreciaciones de simpatías y diferencias escritas por un hombre de edad intermedia: nada joven y todavía no del todo viejo. (Podría ser perfectamente el padre de los jóvenes que ya se han abierto paso y el hijo de muchos que dan pasos todavía).
¿Dónde está en nuestros días, el puro y solo escritor? Nace ahora la nueva generación -y aun la penúltima- con una desconfianza tal en la literatura como fin que se resiente su tarea al ser empleada sólo como medio. O bien el joven escritor se asegura el poder vivir de otra cosa, procurándose empleos e ingresos aliterarios, o bien realiza una literatura que pueda aplicarse rápidamente al cine, o a la radio, a la televisión, a las carreritas políticas, a los infinitos premios para los que prepara "original de premio". Todo dentro de una ordenada tarea estudiada, con mayor o peor fortuna, como una bien meditada partida de ajedrez. El ambiente literario que nos rodea tiene más que ver con lo matemático, como propósito, que con lo poético, como insobornable vocación.
Ser escritor, hasta hace poco, no era un problema de escribir bien o mal, sino que era toda una inclinación del alma, toda una diferencia social y aun casi una predisposición física. El escritor no era una "clase", sino una raza. El escritor vivía para la literatura y apenas existía de la literatura. El escritor comenzaba por ser criatura literaria, una criatura que admitía el sacrificio como costumbre, las privaciones como algo lógico, como parte de una mística y una razón que no pretendía consolarse con razones. Y en todas aquellas tristezas había una alegría honrada y salvaje, casi cósmica. (Recuerdo que Gabriel Miró, que vivió pobremente siempre, me explicaba que, para él, escribir era un goce tal que juzgaba monstruoso que, además, la literatura le diera dinero. Valle-Inclán miraba por encima del hombro a millonarios y a duques, y de ninguna manera se hubiera cambiado ni por el Rey de España. Antonio Machado se consideraba millonario sólo porque Dios le abriera cada día los ojos a la melancolía. A Baroja todo en la vida le importaba un pimiento. Si a Marañón, en vez de darle dinero sus libros no se lo hubieran dado, habría pagado sus ediciones con lo que le dejaba su consulta de médico ilustre y famoso. Unamuno -bastante cauto con el dinero- vivió como un monje, no distrayendo en ningún otro plano su tarea por el pensamiento. Creo que, en este sentido, el ejemplar humano que más representativamente nos queda en pie sea Ramón Pérez de Ayala.)
El escritor no intentaba, por seguir esa mística, una deshumanización. Bebía, viajaba, tenía enredos, se quemaba a diario, pensaba mucho en la Gloria -ni siquiera en la fama- y muy poco en el dinero. El escritor era desprendido de su persona humana. Vivía impecune de día y de noche. Se formaba a la sombra de impecunes maestros y no necesitaba dar dinero o convidar a los discípulos. Su ambición de pecunias o su afán de un mando o marco aliterario le tenían sin cuidado. Su mundo, en suma, no era de este mundo, ni su moral -más rígida de lo que algunos suponen, confundiendo el tuétano con la circunstancia- tenía que ver con la convencional moral -casi siempre inmoral- al uso o abuso de cualquiera.
Así se dieron individualidades gigantescas cuya sustitución hoy no se barrunta. Junto a estas individualidades gigantescas, que contemporáneamente empiezan, tal vez, con Galdós, existían también muchos escritores burros cuya materia humana no era, sin embargo, muy diferente. (Una cosa es la intención y otra es el logro.)
Se observa hoy, en líneas generales, un mejor nivel de preparación y cultura, o, al menos, un nivel de simulación más perfeccionado. No hay ni burros ni cuasi genios. Sino una mediocridad amable y potable que no da ni frío ni calor, que no es ni carne ni pescado. Esto yo creo que es hijo de la prudencia, de la cuquería, de ambiciones que caen fuera de lo vitalmente literario. Aquí se aprende antes a guardar la ropa que a nadar. Navegar a la deriva del viento mágico que sople creo que no le interesa a nadie. (Aquello que León Felipe expresó en una poesía: "Ya vendrá un viento fuerte que me lleve a mi sitio".)
Los jóvenes saben que soy su amigo. Y muchas veces su aprendiz. Saben cómo estoy lleno de curiosidad, de respeto y de amor por ellos. No hay, pues, en estas líneas censura especial, sino general lamentación. Me parece a mí que el joven escritor quiere saber demasiado adónde va, que tiene más deseo de acomodo que ganas de luchar consigo mismo. Que no ve claro la ventura en la aventura. Que quiere ganar palmos sin arriesgar dedos. En suma, que humanamente es muy poco escritor, aunque pueda escribir como los ángeles.
Tal vez el joven escritor obedezca a una rebeldía general de la juventud que, en cambio, ha renunciado a las esencias rebeldes. El joven actual necesita dinero quizá porque no se ha parado a pensar que hay muchas distracciones que no requieren ser compradas con el dinero amargamente ganado vendiéndose a otras.
Todo es desasosegada granjería en derredor. Cucaña. Desprecio por los caminos reales y mitomanía de los atajos. Prisa. Prisa como si fueran a morirse. Prisa por "estar" antes de "ser". Esa prisa que nosotros no conocimos nunca, porque nuestro juego era otro y estaba en la alegría de andar y en el horror de llegar.
No tiene ganas de llegar quien parte de algo que no está sujeto al tiempo. La prisa es para aquel que supone que parte de la pura nada y para quien todo va a significar ganancia.
Nosotros salíamos ya ganados. No desganados.
César González Ruano