He leído casi todo lo que han escrito nuestros historiadores, nuestros poetas y aun nuestros narradores, aunque se acuse a estos últimos de frivolidad; quizá les debo más informaciones de las que pude recoger en las muy variadas situaciones de mi propia vida. La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana, un poco como las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me enseñaron a apreciar los gestos. En cambio, y posteriormente, la vida me aclaró los libros.
Pero los escritores mienten, aun los más sinceros. Los menos hábiles, carentes de palabras y frases capaces de encerrarla, retienen una imágen pobre y chata de la vida; algunos, como Lucano, la cargan y abruman con una dignidad que no posee. Otros como Petronio, la aligeran, la convierten en una pelota hueca que rebota, fácil de recibir y lanzar en un universo sin peso. Los poetas nos transportan a un mundo más vasto o más hermoso, más ardiente o más dulce que el que nos ha sido dado, diferente de él y casi inhabitable en la práctica. Para estudiarla en toda su pureza, los filósofos hacen sufrir a la realidad casi las mismas transformaciones que el fuego o el mortero hacen sufrir a los cuerpos; en esos cristales o en esas cenizas nada parece subsistir de un ser o de un hecho tales como los conocimos. Los historiadores nos prometen sistemas demasiado completos del pasado, series de causas y efectos harto exactas y claras como para que hayan sido alguna vez verdaderas; reordenan esa dócil materia muerta, y sé que aun a Plutarco se le escapará siempre Alejandro. Los narradores, los autores de fábulas milesias, hacen como los carniceros, exponen en su tabanco pedacitos de carne que las moscas aprecian. Mucho me costaría vivir en un mundo sin libros, pero la realidad no está en ellos, puesto que no cabe entera.
Margurite Yourcenar Memorias de Adriano